Silvina Pennella
Es abogada por la Universidad de Buenos Aires y Magister en Derechos Humanos por la Universidad de Alcalá de Henares (España). También es especialista en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (CIDH, IPPDH) y en Derecho Penal por la Universidad del Salvador. Actualmente se encuentra cursando la Especialización en Políticas Públicas y Justicia de Género de CLACSO y FLACSO con el apoyo del MESECVI.
Es Directora Ejecutiva de REC, la Revista Electrónica Especializada en Derechos Humanos de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad. Fue Secretaria General de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad y Directora Ejecutiva de su Consejo de Derechos Humanos. También se desempeñó como Secretaria Letrada a cargo de la Secretaría nº 4, del Juzgado en lo Contencioso, Administrativo y Tributario nº 2, del Poder Judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Es autora de libros y artículos de su especialidad.
ABSTRACT
El artículo aborda la importancia central que tienen los cuidados para la reproducción y el sostenimiento de la vida y su configuración conceptual como un derecho humano inherente a todas las personas por su mera condición de tal. Describe asimismo el modo en que se organizan, producen y distribuyen actualmente los cuidados y problematiza los límites de un modelo que se estructura y sostiene sobre la base del trabajo no remunerado de las mujeres. Finalmente, da cuenta de los desafíos que nos plantea la “crisis de los cuidados” en términos de políticas públicas que interpelen y transformen la división sexual del trabajo y la organización social de los cuidados y que aseguren una justa distribución de los cuidados entre varones y mujeres; familias, Estado, mercado y comunidad incorporando la corresponsabilidad social como principio ordenador del sistema
INTRODUCCIÓN
Todas las personas, en todas las sociedades y en todos los tiempos, han necesitado de cuidados a lo largo de su ciclo de vida así como de personas que cuiden a otras personas. Si bien esta necesidad esta presente de modo más intenso y se refuerza en determinadas situaciones vitales vinculadas a la condición de edad -niñxs y personas mayores-, de salud o de capacidad de las personas, lo cierto es que el ser humano por esencia es vulnerable y que las necesidades de cuidados son inherente a todas las personas.
Como enseña la literatura feminista especializada, los cuidados son fundamentales para el sostenimiento de la vida y del planeta y, por esa razón, se erigen como una dimensión central del bienestar. Comprenden todos aquellos servicios, prácticas, actividades y bienes -materiales, afectivos y simbólicos- que resultan necesarios para atender y satisfacer las necesidades básicas de reproducción de las personas y de su entorno.
A lo largo de la historia, las tareas de cuidado han recaído de modo casi exclusivo en las mujeres como consecuencia de una división sexual del trabajo que les asigna a éstas el rol de principales proveedoras de cuidados no remunerados y de un modelo familiarista y sexista de organización social que, al concentrar la responsabilidad de la provisión de los cuidados casi exclusivamente en las familias y, dentro de éstas, principalmente en las mujeres, se erige como un factor estructural de reproducción de la desigualdad de género.
La cuestión de los cuidados irrumpió con fuerza en la agenda regional como resultado de la lucha y organización de los movimientos feministas, a partir de la Décima Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe que dio lugar al Consenso de Quito (UN, 2007). Allí se reconoció al cuidado como un asunto público indelegable que compete a los Estados, gobiernos locales, organizaciones, empresas y familias y se subrayó la necesidad de promover políticas públicas que favorezcan la responsabilidad compartida equitativamente entre hombres y mujeres en el ámbito familiar así como la necesidad de reconocer el aporte que el cuidado y el trabajo no remunerado hacen al bienestar de las familias y al desarrollo económico de los países.
Estos compromisos se renovaron y robustecieron en las siguientes Conferencias Regionales de Brasilia, Santo Domingo, Montevideo y Santiago de Chile. En particular, en el Consenso de Brasilia (UN, 2010), se reconoció expresamente al cuidado como un derecho universal y se estableció que el hecho de que recaiga desproporcionadamente sobre las mujeres contribuye sin dudas a perpetuar su condición de subordinación y explotación.
Por su parte, en Uruguay -donde los Estados suscribieron la Estrategia de Montevideo (UN, 2016) y debatieron los desafíos de la Agenda Regional de Género en el contexto de la implementación de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible- se reconoció expresamente a los cuidados como una necesidad y un derecho y se identificó a la división sexual del trabajo y a la injusta organización social del cuidado como uno de los nudos estructurales constitutivos de la desigualdad de género. Además, los Estados enfatizaron especialmente el hecho de que la creciente participación de las mujeres en el mercado laboral y en el ámbito público no se haya visto acompañada de una mayor participación de los varones en el trabajo doméstico no remunerado y de cuidados así como también que sean las mujeres quienes realicen el trabajo de cuidados en el mercado (particularmente en el sector del trabajo doméstico remunerado, salud y educación). Asimismo, alertaron con preocupación sobre las consecuencias que los cambios demográficos tienen sobre las mujeres en términos de sobrecarga de cuidados y ratificaron la necesidad de avanzar en el diseño de políticas públicas que respondan a las demandas actuales de cuidado y contemplen los derechos de las cuidadoras así como de sistemas de organización social del cuidado concebidos como una responsabilidad compartida por hombres y mujeres y redistribuida entre las diversas formas de familias, las organizaciones sociales y comunitarias, las empresas y el Estado.
Este avance regional se completa con el Compromiso de Santiago (UN, 2020), en el que los Estados reforzaron los acuerdos alcanzados y se comprometieron a promover marcos normativos y políticas que dinamicen la economía en sectores claves como la economía del cuidado y a avanzar en el diseño de sistemas integrales de cuidado y políticas públicas con perspectiva de género, interseccionalidad, interculturalidad y de derechos humanos que promuevan la corresponsabilidad entre mujeres y hombre, Estados, mercado, familias y comunidad.
Este valioso derrotero transitado en por la Región en estas últimas décadas se tradujo -además- en la suscripción del primer instrumento internacional jurídicamente vinculante -la Convención Interamericana sobre los Derechos Humanos de las Personas Mayores (OEA, 2015)- en el que se reconoce expresamente al cuidado como un derecho humano y se pone a cargo de los Estados la obligación de implementar un sistema integral de cuidados con perspectiva de género que incluya medidas de apoyo a las familias y personas cuidadoras.
Sin embargo, este significativo impulso no se replicó con la misma fuerza en las cartas constitucionales -nacionales o locales- de los distintos países del continente (salvo algunas valiosas excepciones) como así tampoco en nuevos arreglos normativos que regulen al cuidado como un derecho y/o en políticas públicas y/o avances institucionales que propicien una distribución social del cuidado más justa y equitativa (Pautassi, 2018).
Por lo que el reconocimiento del cuidado como un derecho humano así como su valorización social y su justa distribución se configura como uno de los principales desafíos pendientes de una Región que sigue ostentando el galardon de ser el continente más desigual del planeta y en el que las distintas dimensiones de la desigualdad se entrecruzan, encadenan e impactan con fuerza en el ciclo de vida de las mujeres que lo habitan.
- EL CUIDADO COMO DERECHO HUMANO. APROXIMACIONES CONCEPTUALES
Pensar a los cuidados como un derecho universal implica reconocerlos y valorizarlos como una necesidad humana vital y esencial para la reproducción y el sostenimiento de la vida y, por lo tanto, una atribución inherente a todos los seres humanos -sin distinción alguna- por su mera condición de persona. Este enfoque interpela a los Estados a adoptar como marco referencial de actuación los principios y reglas del sistema internacional de derechos humanos, que promueve centralmente su rol como garantes de este derecho al tiempo que el posicionamiento de las personas como sujetxs titulares con capacidad de reclamo y participación y no como merxs beneficiarixs de las políticas públicas. De este modo, el enfoque de derechos contribuye a delimitar el contenido del derecho al cuidado así como el alcance de la obligación estatal que, en el caso, se traduce en el deber de garantizar el acceso a cuidados -en condiciones de igualdad- a todas las personas así como los derechos de lxs cuidadorxs a través de los arreglos normativos, institucionales y presupuestarios que resulten más adecuados.
Este derecho debe organizarse poniendo en el centro a las personas que reciben cuidados y garantizando arreglos públicos-privados que incluyan al Estado, a las familias, al mercado y a la comunidad (Montaño Virreira, 2010). Entonces, una de las consecuencias inmediatas derivada de este estándar es que la satisfacción del derecho al cuidado se debe desamarrar de cualquier requisito, estado o situación particular que no sea la mera condición de persona, no pudiendo por tanto quedar supeditado o condicionado su goce por la posición de las personas en el mercado laboral, su disponibilidad de recursos o su condición social o de género.
El cuidado como derecho humano es un concepto complejo que comprende, entre otras dimensiones, el derecho a cuidar, a ser cuidado, a autocuidarse y, también, a que el cuidado de las personas con las que convivimos sea una elección y no una obligación. Esta delimitación conceptual importa en primer lugar reconocer al cuidado como un bien público y por tanto como una responsabilidad social. En segundo término determina que el derecho de las personas a recibir cuidados abarca todas las etapas del ciclo de vida de los seres humanos así como las distintas circunstancias que pudieran tener lugar a lo largo de esas trayectorias vitales. Finalmente, comprende también la disponibilidad de alternativas de cuidado por las que optar -más allá del familiar y no remunerado- así como el derecho a acceder a condiciones laborales dignas en el sector de cuidados remunerados (Batthyány, 2015).
En tanto derecho humano, su alcance y contenido así como la delimitación de la obligación a cargo de su principal garante -el Estado- están atravesadas por un conjunto de principios transversales comunes al conjunto de derechos humanos como el de igualdad y no discriminación; acceso a mecanismos de garantía; acceso a información adecuada y participación; así como otros específicos de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales como son el de contenido mímino, progresividad y no regresividad; de adopción de medidas hasta el máximo de los recursos disponibles y de protección especial y prioritaria a grupos vulnerados.
Finalmente, siguiendo a Ellingstaeter (1999) los componentes o dimensiones del cuidado refieren a una tríada de base: “tiempo” y “dinero” para cuidar y servicios de cuidado por lo que la realización efectiva de este derecho, es decir, la satisfacción plena de las necesidades vitales de cuidado para garantizar la reproducción y la sostenibilidad de la vida exigen que las personas tengan acceso a estos tres componenetes esenciales, más allá de su pertenencia o no al mercado formal de trabajo, de su disponibilidad de recursos para adquirirlos en el mercado o de la existencia de redes comunitarias o lazos afectivos con los que cuenten.
2. ¿CÓMO SE ORGANIZAN, PRODUCEN Y DISTRIBUYEN LOS CUIDADOS? ¿QUIÉNES CUIDAN?
El bienestar ha sido entendido esencialmente como la capacidad para el manejo de riesgos sociales como la enfermedad, la vejez, la discapacidad o el desempleo. Riesgos que no son una propiedad de los individuos sino probabilidades de lxs colectivxs; que se expresan en patrones histórica y socialmente determinados a partir de regularidades y que varían y son definidos a partir de dimensiones tales como la clase social, la edad, el género. Estas capacidades se han distribuido históricamente de manera desigual, de modo tal que siempre algunas personas han accedido a ellas en mejores condiciones que otras (Martinez Franzoni, 2008).
El concepto “regímenes” de bienestar entonces alude a la combinación de prácticas de asignación de recursos existentes en un cierto momento en una determinada sociedad (Esping-Andersen, 1990; 1999) cuyo objetivo es proteger a las personas frente a determinados riesgos asegurándoles un mínimo de bienestar a través de prestaciones de base contributiva asociadas a trabajadorxs formales; componentes universalistas como el sistema educativo o componentes no contributivos enlazados a personas excluidas del mercado formal.
Estos “regímenes” operan fundamentalmente desmercantilizando y desfamiliarizando el acceso de la población al bienestar con arreglos normativos que regulen el comportamiento del mercado y la familia y, fundamentalmente redistribuyendo recursos (bienes, servicios, transferencias).
La literatura feminista va a sumar un aporte significativo a este análisis al incorporar al cuidado -hasta entonces invisibilizado- como un componente central del bienestar. En esta línea, Razavi (2007), va a extender la noción de bienestar a los cuidados, y a introducir el concepto de “diamante de cuidado” como marco analítico que identifica una arquitectura integrada por cuatro (4) actores, ámbitos o esferas productoras de cuidados -familias, Estado, mercado y comunidad- que actúan dinámica e interrelacionadamente asignando responsabilidades, distribuyendo recursos e imputando costos.
El modo en que estos distintos actores se relacionan y organizan, producen y distribuyen los cuidados da lugar a una determinada organización social del cuidado que en la Región se ha concentrado principalmente en la esfera familiar -donde se resuelven la mayor parte de las demandas de cuidado-, y que se sostiene, principalmente, sobre la base del trabajo no remunerado de las mujeres.
Para caracterizar un régimen de cuidado interesa saber dónde se cuida, quién cuida y quién paga los costos de ese cuidado? (Jenson, 1997; Batthyány, 2015). Entonces, caracterizar como familiarista y sexista al modo de organización social predominante en la Región parte de reconocer que los cuidados son responsabilidad principalmente de las familias (¿dónde se cuida?); que como lo evidencian las encuestas de uso de tiempo, dentro de las familias esos cuidados los realizan mayoritariamente las mujeres (¿quienes cuidan?) y que ese trabajo de cuidado es no remunerado, por lo que los “costos” del cuidado son asumidos principalmente por las mujeres.
Como consecuencia de que la responsabilidad de los cuidados recae predominantemente sobre las familias y, dentro de éstas, principalmente sobre las mujeres, la organización social del cuidado en la Región está atravesada por profundas desigualdades de género. A su vez, el modo como se organiza esta distribución de cuidados tiene un impacto directo en el mercado de trabajo, afectando tanto las posibilidades de incorporación de las mujeres como las condiciones de su inserción.
De allí la importancia de entender y abordar a los cuidados como un componente central del bienestar y complementar los tres pilares clásicos del bienestar -salud, educación y seguridad social- con un “cuarto pilar” (Montaño, 2010; Batthyány, 2015), que desamarre los cuidados de su asociación con la feminidad y las familias; reconozca y consolide el derecho humano a recibir cuidados, particularmente, en situaciones de dependencia y redistribuya el trabajo de cuidados, la responsabilidad y los costos de modo equitativo entre las distintas esferas productoras.
3. LA CRISIS DEL CUIDADO Y LOS LÍMITES DE UN MODELO QUE SE ESTRUCTURA SOBRE LA BASE DEL TRABAJO NO REMUNERADO DE LAS MUJERES
Las demandas de cuidado se han ido transformando en las últimas décadas de la mano de la diversificación de las estructuras de los hogares (disminución de hogares nucleares biparentales e incremento de los monoparentales con jefatura femenina en hogares nucleares pero también en extensos); de los cambios demográficos vinculados al envejecimiento poblacional y, muy especialmente, de la irrupción de las mujeres en el mundo público y de su creciente participación en el mercado formal de trabajo.
Estas transformacines y las dificultades que tienen las mujeres para seguir cumpliendo el rol -históricamente asignado y naturalizado- de principales proveedoras de cuidados se han traducido en fuertes tensiones al interior de los hogares poniendo en evidencia las falencias del modelo y dando lugar a lo que se conoce como la “crisis de los cuidados”.
Como sabemos, la división sexual del trabajo subsidia la oferta de trabajo masculina con el trabajo no remunerado de las mujeres y reserva el mundo público y de la producción a los hombres en tanto que relega a las mujeres al privado y de la reproducción, excluyéndolas por tanto del mercado de empleo remunerado, que es el espacio donde se generan la mayor parte de los ingresos de los hogares. En esta asignación estereotipada y sexista de tareas se encuentra sin duda uno de los pilares sobre los que se sostienen las brechas de desigualdad y la mayor vulnerabilidad de las mujeres a la pobreza así como algunos de los más grandes obstáculos a su independencia, autonomía y empoderamiento (Pennella, 2020).
En los últimos 20 años, América Latina y el Caribe ha sido la región del mundo que registró un mayor crecimiento en la participación laboral de las mujeres, alcanzando un promedio de 50,2% en el tercer trimestre de 2017 frente a una tasa de participación del 74,4% en el caso de los hombres (Vaca Trigo, 2019).
Sin embargo, esta mayor participación de las mujeres al mercado de trabajo no se replicó en transformaciones sustantivas en relación con este nudo crítico de la desigualdad que es la división sexual del trabajo. Muy por el contrario, como ya lo pusieron de manifiesto los Estados en la Estrategia de Montevideo, la creciente participación de las mujeres en el mercado laboral y en el ámbito público no fue acompañada de una implicación equitativa de los hombres en el trabajo doméstico no remunerado y en el cuidado. Por el contrario, el mantenimiento de la responsabilidad de los cuidados en cabeza de las mujeres las ha obligado a extender sustantivamente su tiempo de trabajo dando lugar a lo que se conoce como la “doble jornada laboral” (o “triple jornada laboral” si se consideran las tareas comunitarias), es decir que dio lugar a jornadas extensísimas de labor para las mujeres en las que al trabajo remunerado en el mercado de empleo se suma el trabajo no remunerado al interior de los hogares.
La medición y comparación del tiempo que las mujeres y los hombres destinan a las tareas de cuidado en América Latina, a través de las encuestas sobre el uso del tiempo, ha generado evidencia empírica categórica sobre estas brechas. Los datos demuestran tendencias inequívocas y concluyentes respecto a la desigual distribución del tiempo y cómo esta pobreza de tiempo de las mujeres condiciona severamente su autonomía. Así, hoy sabemos que, en América Latina, las mujeres destinan en promedio dos tercios de su tiempo al trabajo no remunerado y de cuidados y un tercio al trabajo remunerado, mientras que los hombres lo distribuyen en relación inversa, es decir, un tercio al trabajo no remunerado y dos tercios al remunerado (CEPAL, 2019). La desigualdad estructural de esta distribución está también presente en Argentina donde 9 e cada 10 mujeres realizan tareas de trabajo doméstico y cuidados no remuneradas, destinando en promedio 6,4 horas diarias, es decir, tres veces más tiempo que los varones (D´Alessandro et al, 2020).
Esta sobrecarga de trabajo no remunerado afecta directamente la participación y la calidad de inserción de las mujeres en el mercado laboral, obligándolas a trayectorias laborales intermitentes y segregándolas muchas veces al mercado informal donde están sobrerrepresentadas en empleos precarios, de baja calificación, de tiempo parcial y de menor jerarquía y responsabilidad. Ello reduce sus posibilidades reales de generar ingresos propios, incrementa la brecha salarial entre hombres y mujeres, limita su acceso a la seguridad social y tiene un impacto disvalioso sobre sus trayectorias laborales y profesionales y sobre su autonomía.
Obviamente que la intensidad de esta afectación debe ser analizada en clave interseccional ya que el impacto de la division sexual y la organización social del cuidado es mucho mayor cuando las dimensiones de género interseccionan con otras como la estratificación social, la edad, la condición racial y étnica. Así, las mujeres que integran hogares de estratos medios o altos y que cuentan por tanto con la posibilidad de contratar en el mercado a otras mujeres para delegar o tercerizar las tareas de cuidado recibirán un impacto sustantivamente menor al de aquellas mujeres de estratos más bajos que no solo se enfrentarán a lo largo de su ciclo de vida con mayores demandas de cuidado sino también a menores posiblidades de resolverlas sin una intervención adecuada y oportuna del Estado.
Finalmente, las tensiones generadas por la crisis de los cuidados ponen en evidencias la fragilidad y los límites de un modelo injusto de redistribución que ha naturalizado los cuidados en el ámbito de los hogares y que se sostiene sobre el trabajo no remunerado de las mujeres.
Como sostiene Montaño Virreira (2010) la crisis del cuidado no es otra cosa que un síntoma de emancipación de las mujeres y cuestiona centralmente el supuesto de su plena disponibilidad. Ni el tiempo es elástico, ni las mujeres pueden seguir dotando a la sociedad de los cuidados que se necesitan. Entonces, ¿qué hacer con los cuidados?
4. LAS POLÍTICAS PÚBLICAS EN MATERIA DE CUIDADOS. TRANSFORMAR Y REDISTRIBUIR ES EL IMPERATIVO DE LA HORA
Los desafíos que plantea la “crisis de los cuidados” en el marco de las obligaciones de los Estados de asegurar su provisión en condiciones de equidad así como de garantizar la igualdad entre hombres y mujeres imponen el imperativo categórico de avanzar en arreglos normativos que consoliden el reconocimiento del cuidado como un derecho humano universal así como en el desarrollo de políticas públicas de cuidado que interpelen y transformen la división sexual y la organización social del cuidado vigente y coadyuven a distribuir equitativamente el trabajo, la responsabilidad y el costo de los cuidados entre hombres y mujeres y entre las distintas esferas productoras: familias, Estado, mercado y comunidad.
En materia de cambios normativos, la Región cuenta con algunos ejemplos virtuosos -como el del Estado Plurinacional de Bolivia, la República de Ecuador o la República Bolivariana de Venezuela, e incluso también de importantes urbes como la Ciudad de México- que han reconocido el derecho al cuidado en sus cartas constitucionales. Por su parte, en materia de políticas públicas integrales también estas latitudes exhiben algunos (pocos!) ejemplos virtuosos como los de Uruguay y Costa Rica que han avanzado en el diseño y desarrollo de sistemas integrales de cuidado con perspectiva de género y de derechos que apuntan al reconocimiento del cuidado como un derecho humano y a transformar las bases de sustento de la división sexual del trabajo integrando a los cuidados la corresponsabilidad entre varones y mujeres y entre familias, Estado, mercado y comunidad, como principio ordenador del sistema.
Para el resto de los países, las políticas integrales de cuidados siguen siendo un desafío presente en sus agendas pero todavía pendiente de concreción. Sin perjuicio de ello, existen en la Región múltiples programas y medidas que contribuyen a satisfacer las necesidades de cuidado de las familias y que exhiben diferentes grados de avance sobre la tríada clásica de políticas de cuidado: dinero, servicios y tiempo para cuidar. Sin embargo, una nota comun a todos ellos es que, mayoritariamente, fueron pensados como mecanismos de sostén de ingresos o de tutela de derechos laborales o de derechos de la infancia o la discapacidad, es decir, para atender problemas sociales diferentes a los que plantea el cuidado de las personas por lo que resultan herramientas limitadas para un abordaje integral y sistémico de los cuidados.
Las políticas que brindan “tiempo para cuidar” constituyen estrategias de conciliación que despliega el Estado con la participación de otros actores para satisfacer las necesidades de cuidado de las familias y que contribuyen básicamente a reducir la pobreza de tiempo. En la Región, las políticas implementadas en relación con esta dimensión son escasas, se orientan predominantemente a conciliar el trabajo formal con la familia y están dirigidas básicamente a las mujeres, naturalizando y reforzando así su rol de proveedoras principales de cuidados.
Además, estas políticas encuentran fundamentalmente sustento en el marco del derecho laboral de los distintos países por lo que su alcance -al circunscribirse únicamente a lxs trabajadorxs formales- es claramente limitado. A título ilustrativo, en Argentina, como consecuencia de los altos niveles de informalidad laboral y de inserciones independientes (monotributo, autónomo, entre otros) actualmente solo una (1) de cada dos (2) personas que trabaja tienen acceso a una licencia por maternidad o paternidad (DNEIyG y UNICEF, 2021).
El costo de estas políticas y programas puede recaer en el Estado (por ejemplo en el caso de la licencias por maternidad de las trabajadoras de casas particulares); en el sector privado (licencias por maternidad y paternidad) o en las propias familias (excedencia) y las tareas propias de cuidado pueden preverse a cargo de instituciones públicas o privadas o ser realizado de modo no remunerado por las propias familias, principalmente por las mujeres.
En particular en nuestro país, la legislación que coadyuva a conciliar y reducir esa pobreza de tiempo que tanto afecta a las mujeres, tiene un sesgo mínimalista además de fuertemente maternalista y sexista que refuerza el supuesto de responsabilidad femenina de los cuidados y conspira contra el traslado de responsabilidades al interior del hogar o entre las esferas productoras. A título meramente ilustrativo, cabe mencionar que la Ley de Contrato de Trabajo garantiza a las trabajadoras registradas noventa (90) días de licencia por maternidad en tanto que a los varones solo le reconoce dos (2) días por paternidad, lo que se traduce, en términos de extensión, en una licencia de características meramente simbólica que posiciona a la Argentina en la cima del ranking de países de la Región que menos licencias por paternidad otorga. Del mismo modo, no huelga destacar que, aún existiendo leyes dictadas desde hace casi medio siglo -como es el caso del art. 179 de la LCT- que propician una distribución más equitativa de los cuidados, las mismas no se cumplen. Esta norma en particular que dispone la obligación de las empresas en las que presten servicio un cierto número de trabajadoras de habilitar salas maternales y guarderías para niñxs nunca fue reglamentada y se erige como un claro ejemplo de las resistencias que presenta el paradigma familista a su transformación. Recientemente, un fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (2021) acusó recibo de esta situación y decretó la ilegalidad de esta omisión reglamentaria -que se extendió por 47 años- que relega una obligación a cargo de los empleadores e impide el ejercicio del derecho de las trabajadoras de acceder a un servicio de apoyo en sus tareas de cuidado familiar.
En materia de cuidados, el dinero para solventar los costos que las familias destinan a este rubro vital se erige en otra de sus dimensiones sustantivas. Las transferencias monetarias pueden alcanzar a las y los trabajadores formales (asignaciones familiares o reintegro de gastos de guarderías, por ejemplo) o comprender también a lxs informales, como es el caso de las pensiones no contributivas o la Asignación Universal por Hijo o la Asignación Universal por Embarazo, que en nuestro país se erigen como pilares no contributivos del sistema de Asignaciones Familiares de la Seguridad Social. En particular estos programas de transferencias condicionadas de ingresos han sido parte del combate a la pobreza en el continente y, sin lugar a dudas, significaron un importantísimo avance en el campo de la protección social de las mujeres y las familias en situación de pobreza e indigencia. Sin embargo, como sostiene Esquivel (2014) las transferencias condicionadas de ingresos fueron pensadas como mecanismos de sostén de ingresos y no de cuidados, por lo que muchas veces pueden reforzar la división sexual de los roles de género que sobrecarga a las mujeres con estas tareas y constituyen instrumentos limitados para abordar la temática del cuidado si no son complementados con la expansión de los servicios.
Finalmente, los servicios de cuidado hacen a la infraestructura y la oferta de cuidados necesaria para garantizar la sastisfacción plena de este derecho. El financiamiento de estos servicios puede ser público -como es el caso en nuestro país de, por ejemplo, los Centros de Desarrollo Infantil-, o privado, como sucede con los espacios de cuidado de niñxs en las empresas. Esta es sin duda la dimensión que ofrece una mayor potencialidad en términos de conciliación familia/trabajo y desfamiliarización del cuidado ya que aliviana el trabajo no remunerado que realizan las mujeres, posibilitando, así, una mayor inserción laboral. Sin embargo, se trata del área más rezagada, que generalmente presenta baja cobertura y que, sobre todo, operan en el marco de una débil institucionalidad (Batthyany, 2015).
En esta línea, resulta oportuno destacar algunos de los programas, acciones y políticas públicas que implementó la Argentina en estos últimos años que abordan este núcleo duro de la desigualdad de género y aportan a una organización social del cuidado más justa y corresponsable. Entre ellas, la Asignación Universal por Hijx; la ley 27.532 que incluyó a la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo en el sistema estadístico (una herramienta crucial para colectar evidencia empírica sobre la desigualdad estructural de la distribución de los cuidados y para valorizar el aporte a la riqueza nacional que realizan las mujeres con los cuidados); la creación de la Mesa Interministerial de Políticas de Cuidados, que busca articular el trabajo de las distintas ventanillas estatales con el objetivo de planificar políticas integrales que aporten a una justa redistribución y al reconocimiento de los cuidados como una necesidad, un trabajo y un derecho; el Mapa Federal de Cuidados; el Plan de Inclusión Previsional (conocido como la “jubilación para amas de casas”) que facilitó el ingreso masivo de mujeres al sistema jubilatorio; el primer presupuesto nacional con perspectiva de género, una herramienta central que orienta a las políticas públicas a cerrar brechas de género; la deducción de ganancias de gastos de guarderías y jardines para padres de niñxs de hasta 3 años (ley 27.617); el reconocimiento de cuidados como años de aportes previsionales o el reconocimiento de las tareas de cuidado en el contrato de teletrabajo (ley nº 27.555).
Si bien el país ha dado importantes pasos en materia de políticas que coadyuven a promover el cuidado con corresponsabilidad social, lo cierto es que estas intervenciones siguen siendo aisladas, manteniéndose intacto el desafio de avanzar en políticas públicas integrales que transformen los estereotipos de género que conciben a los cuidados como un “tema de las mujeres”; desamarren el acceso a cuidados del funcionamiento del mercado de empleo formal, incluyan la protección de derechos de lxs cuidadorxs y avancen en la construcción de un sistema integral de cuidados que transforme sustantivamente el injusto modelo vigente tornando más equitativa la distribución de responsabilidades y costos entre varones y mujeres y entre familia, Estado, mercado y comunidad.
5. ALGUNAS CONCLUSIONES
La sociedad está atravesada por una crisis estructural en materia de cuidados que exige respuestas integrales urgentes. Las necesidades y demandas de cuidado se han transformado de modo sustantivo en las últimas décadas, sin embargo, estos cambios no han logrado permear el contenido de las políticas públicas que sigue anclado a modelos familiaristas y sexistas propios del paradigma patriarcal que refuerzan la responsabilidad de las mujeres como principales proveedoras de cuidados.
Como corolario de ello, las mujeres asumen una carga injusta y desproporcionada de trabajo no remunerado -históricamente asignada en una división sexual del trabajo que sigue gozando de excelente salud-, a la que se suma el trabajo remunerado que realizan a partir de su incorporación al mercado de trabajo, todo lo cual se traduce en extenuantes dobles y triples jornadas laborales, que conculcan severamente su desarrollo laboral y profesional, su derecho al espacimiento, a la participación política y, en definitiva, su autonomía así como también violentan los derechos de las personas que requieren y demandan cuidados de calidad.
Reconocer y valorar la centralidad de los cuidados no solo es fundamental para superar los nudos estructurales de la desigualdad de género -incluidas la división sexual del trabajo y la injusta organización social de los cuidados- sino para la propia sostenibilidad de la vida.
El tema ha sido una prioridad en el debate regional de las últimas décadas, logrando posicionarse estratégicamente en la agenda y concretarse en un marco robusto de acuerdos dirigidos a avanzar en el diseño e implementación de políticas y sistemas integrales de cuidados que valoricen los cuidados, reconozcan su aporte a la riqueza nacional y se traduzcan en arreglos normativos y presupuestarios que den respuesta a las demandas crecientes de cuidados con un enfoque de derechos y de corresponsabilidad entre hombres y mujeres, familias, Estados, mercado y comunidad.
Sin embargo, salvo casos excepcionales, la Región sigue amarrada a la prevalencia de imaginarios culturales que todavía están lejos de reconocer la centralidad de los cuidados para la sostenibilidad de la vida así como su aporte a la riqueza de los países. Ello, sumado al déficit de arreglos normativos que reconozcan al cuidado como un derecho humano y la persistencia de políticas públicas que de modo predominante tributan a modelos que sostienen la familiarización y feminización de las tareas de cuidado son algunas de las notas comunes y de los principales desafíos que la Región tiene por delante.
El contexto actual de emergencia sanitaria de Covid-19, si bien ha visibilizado la centralidad de los cuidados para la reproducción de la vida, le ha sumado intensidad a estos desafíos. Al profundizar los nudos estructurales de desigualdad de género y poner en evidencia el impacto sobre la vida que tiene la mercantilización de lo público, la pandemia ha contribuido a hacer más notorio el déficit, la desigualdad y el creciente desequilibrio del modelo de organización social vigente en nuestros países, poniendo en el centro del debate la urgente necesidad de un sistema integral de cuidados que priorice la sostenibilidad de la vida.
Haciendo un balance de los avances y de los desafíos que tenemos por delante, se avisora un camino complejo pero esperanzador. La potencia arrolladora de los movimientos feministas ha logrado insertar con éxito este debate en el centro de la agenda pública y política. El imperativo categórico de la hora es avanzar en la transformación del andamiaje cultural y normativo que le da sustento a estos nudos críticos de la desigualdad de modo tal de tornar explícito el reconocimiento del cuidado como un derecho humano –comprensivo del derecho a cuidar, a ser cuidado, a autocuidarse-, como un trabajo y una responsabilidad de la sociedad y no solo de las mujeres. Asimismo, debemos avanzar en la construcción de un sistema integral y robusto de cuidado que incorpore las interseccionalidades, que impacte en la división sexual del trabajo y transforme el modelo familista de cuidado presente en la Región de modo tal que, no solo asegure una justa distribución de trabajo, responsabilidades y costos entre entre mujeres y varones y entre familias, Estado, mercado y comunidad sino que, además, garantice el acceso irrestricto a todas las personas así como una adecuada tutela de los derechos de lxs cuidadorxs.
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