Bandera Argentina
Karina Batthyány

Karina Batthyány – Cuidados, derechos y pandemia

“La pandemia y las consecuentes restricciones tomadas por los gobiernos, tienen un impacto severo en la vida de las mujeres al acrecentar sus tareas y profundizar su vulnerabilidad (…) Es necesario que las medidas tomadas para abordar esta situación tengan en su núcleo políticas y programas de cuidado que permitan paliar esta realidad de manera inmediata al tiempo que promuevan la corresponsabilidad entre mujeres y hombres en la vida familiar, laboral y social”.

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Secretaria Ejecutiva del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y Profesora Titular de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República (UdelaR)

 


Introducción

La pandemia del coronavirus está teniendo efectos sin precedentes en la vida cotidiana de las personas en América Latina y el Caribe, con repercusiones especialmente graves en los hogares de menores ingresos. Asimismo, la crisis sanitaria pone en evidencia las consecuencias que tiene sobre la vida común la mercantilización de lo público y el mercado como eje regulador de las relaciones humanas.

Esta pandemia muestra claramente lo que parte del feminismo viene considerando como central para repensar un proyecto que tenga a la vida en el centro: todos y todas somos interdependientes. Las medidas institucionales que se están tomando en la mayoría de los países para producir aislamiento físico, ponen en evidencia uno de los eslabones más débiles de nuestra sociedad: los cuidados. Las personas necesitamos de bienes, servicios y cuidados para sobrevivir. Los cuidados son relacionales e interdependientes, todos hemos precisado o precisaremos de cuidados en algún momento de nuestra vida y todos hemos cuidado o cuidaremos a alguien en las etapas de nuestro ciclo vital.

 

La centralidad de los cuidados

Brevemente recordemos que los debates académicos sobre el cuidado se remontan a los años ’70, en los países anglosajones, impulsados por las corrientes feministas en el campo de las ciencias sociales. El concepto de ‘cuidados’ surge para representar el trabajo de reproducción englobando también la parte más afectiva y relacional de estas actividades (Anderson, 2006; Batthyány, 2009). Este concepto nace para evidenciar la transversalidad de las prácticas y representaciones definidas como femeninas y mostrar que la parte material e inmaterial, pública y privada, física y emocional van de la mano y están significativamente imbricadas (Carrasco et al, 2011). El pensamiento feminista ha mostrado que las tareas de atención y cuidado de la vida de las personas son un trabajo imprescindible para la reproducción social y el bienestar cotidiano de las personas.

Importa mencionar, sin pretensión de ofrecer una definición exhaustiva que excede el objetivo de este artículo, que el concepto de cuidado supone la acción de ayudar a un niño, niña o a una persona dependiente en el desarrollo y el bienestar de su vida cotidiana. El cuidado engloba al menos tres dimensiones: I) hacerse cargo del cuidado material, que implica un “trabajo” II) hacerse cargo del cuidado económico, que implica un “costo económico”, y III) hacerse cargo del cuidado psicológico, que implica un “vínculo afectivo, emotivo, sentimental”. (Batthyány, 2004).  La especificidad y particularidad del trabajo de cuidado es la de estar basado en lo relacional ya sea dentro como fuera del hogar. En la actualidad en nuestra región, esta tarea es realizada principalmente por mujeres, ya sea que se mantenga dentro de la familia o que se exteriorice por la forma de prestación de servicios personales.

Un abordaje histórico al tema ha sido ignorar la centralidad del cuidado, asumiendo que la incorporación de las mujeres al trabajo productivo redistribuirá la carga del trabajo doméstico y de cuidados por sí sola, cuando la evidencia nos muestra que eso se ha traducido en una doble jornada laboral para las mujeres. Algo que conocemos desde los estudios de género y cuidados, es que la economía considerada productiva se sostiene en el trabajo del cuidado (no reconocido ni remunerado) aunque este sea en muchos casos invisible.

En función de lo que hemos analizado al momento, puede decirse entonces que,  cada  persona recibe cuidados a lo largo de su vida, aunque la naturaleza e intensidad de estos variarán en las diferentes etapas del ciclo vital. Por otra parte, cada persona brinda o brindará potencialmente cuidados a otra y la intensidad de esto nuevamente dependerá de la etapa del ciclo vital, de su sexo, de su nivel socio económico y de la existencia o no de instituciones  o servicios  que brinden  cuidados a terceras personas.

Las actividades del cuidado implican una relación social, un vínculo entre al menos dos personas: la que recibe cuidados y la persona que cuida y es responsable de proveerlo. Generalmente, cuando se habla del cuidado se tiende a pensar primero en las personas que necesitan cuidados y queda en un segundo plano el trabajo y los problemas que afectan a las personas que proveen cuidados. Sabemos que estas son en su mayoría mujeres, ya sea en el trabajo de cuidado no remunerado como en el remunerado.

 

El derecho al cuidado

Una dimensión importante a considerar es la del cuidado como derecho, dimensión aún poco explorada a nivel de la investigación y la producción de conocimientos en la mayoría de los países. El debate en torno a cómo incorporar la complejidad del cuidado en una lógica de derechos se relaciona con la igualdad de oportunidades, de trato y de trayectorias en el marco de un contexto de ampliación de los derechos de las personas que conduce a un nuevo concepto de la ciudadanía.

El Estado se ha transformado en este marco en protector ante riesgos y contingencias que experimentan las personas a lo largo del curso de la vida. Así se introduce un nuevo enfoque de las políticas sociales de nueva generación, incluyendo a los pilares clásicos del Estado del bienestar –salud, seguridad social y educación– el cuidado de los menores y de las personas mayores, no ya como excepción cuando no hay familia que pueda asumirlo, sino como nueva regularidad social. Esto implica una nueva concepción de la relación entre individuo, familia y Estado basada en la responsabilidad social del cuidado de las personas.

Cuando se habla del “derecho al cuidado”, para que este se reconozca y ejercite en condiciones de igualdad, debe ser un derecho universal. Esta consideración quizás incipiente en nuestra región tiene ya un largo recorrido en los estados de bienestar europeos. Los tres pilares clásicos del bienestar ― vinculados a la salud, la educación y la seguridad social― están siendo complementados con el denominado “cuarto pilar”, que reconoce el derecho a recibir atención en situaciones de dependencia (Montaño, 2010).

El derecho al cuidado, a su vez, debe ser considerado en el sentido de un derecho universal de toda la ciudadanía, desde la doble circunstancia de personas que precisan cuidados y que cuidan, es decir, desde el derecho a dar y a recibir cuidados.

Este derecho reconocido e incluido en pactos y tratados internaciones, aún está en “construcción” desde el punto de vista de su exigibilidad e involucra diferentes aspectos de gran importancia. En primer lugar, el derecho a recibir los cuidados necesarios en distintas circunstancias y momentos del ciclo vital, evitando que la satisfacción de esa necesidad se determine por la lógica del mercado, la disponibilidad de ingresos, la presencia de redes vinculares o lazos afectivos. En segundo lugar, y esta es quizás la faceta menos estudiada, el derecho de elegir si se desea o no cuidar en el marco del cuidado familiar no remunerado; se trata de no tomar este aspecto como una obligación sin posibilidad de elección durante toda la jornada. Refiere, por tanto a la posibilidad de elegir otras alternativas de cuidado que no sean necesariamente y de manera exclusiva el cuidado familiar no remunerado. Esto no significa desconocer las obligaciones de cuidado incluidas en leyes civiles y tratados internacionales, sino encontrar mecanismos para compartir esas obligaciones. Este punto es particularmente sensible para las mujeres que, como se mencionó, son quienes cultural y socialmente están asignadas a esta tarea. Finalmente, el derecho a condiciones laborales dignas en el sector de cuidados, en el marco de una valorización social y económica de la tarea (Batthyány, 2015).

Como plantea Pautassi, si bien para algunos actores sociales y políticos el cuidado es simplemente una prestación dirigida a las mujeres que buscan trabajar, bajo la falacia de que se debe “apoyar a las mujeres” que necesiten o quieran trabajar, desde la perspectiva de derechos, el cuidado es un derecho de todos y todas y debe garantizarse por medio de arreglos institucionales y presupuestarios, ser normado y obtener apoyo estatal. No es, por tanto, un beneficio para las mujeres y sí un derecho de quienes lo requieren (Pautassi, 2010).

 

Cuidados como derecho y el rol del Estado

Desde la perspectiva normativa de la protección social propuesta por la CEPAL (2006), el cuidado debe entenderse como un derecho asumido por la comunidad y prestado mediante servicios que maximicen la autonomía y el bienestar de las familias y los individuos, con directa competencia del Estado. Este es precisamente uno de los grandes desafíos en torno al cuidado: avanzar hacia su reconocimiento e inclusión positiva en las políticas públicas.

En el enfoque de derechos, se cuestiona el papel del Estado como subsidiario, destinado a compensar las prestaciones que no se obtienen en el mercado de trabajo, y se favorece el papel del Estado como garante de derechos. Si el Estado actúa como subsidiario, atiende las demandas de algunas mujeres —frecuentemente, las menos favorecidas— subsidiando, por lo general, servicios de mala calidad o redes comunitarias que aprovechan los saberes “naturales” de las mujeres. Si bien estos servicios alivian las necesidades de las mujeres, también refuerzan la división sexual del trabajo en lugar de cuestionarla. Por tanto, se trata de un enfoque en que el Estado es garante de derechos y que ejerce la titularidad del derecho. Un Estado que asegure el cuidado como derecho universal de todas las personas.

Que el cuidado se asuma como un asunto público, que le compete al Estado está vinculado al desarrollo de su conceptualización como un derecho universal. Como plantea Pautassi, desde la perspectiva de derechos el cuidado es un derecho de todos y todas y debe garantizarse por medio de arreglos institucionales y presupuestarios, ser normado y obtener apoyo estatal y por tanto dejar de ser una prestación dirigida a las mujeres que buscan trabajar, bajo la falacia de que se debe “apoyar a las mujeres” que necesiten o quieran trabajar (Pautassi, 2010).

Concebir al cuidado como un derecho a ser garantizado por los Estados, permite desvincularlo de la relación asalariada formal y sus consiguientes medidas de conciliación trabajo-familia. También permite desligarlo de la pertenencia a un grupo determinado por la condición de vulnerabilidad socioeconómica, de género, étnica o etaria, para situarlo como un derecho humano individual, universal e inalienable de cada persona (Pautassi, 2016).

En la actualidad la promoción de la igualdad de género tiene como una de sus estrategias centrales la transformación de la división sexual del trabajo, pues ésta ha sido reconocida como el fundamento de la subordinación económica, social y política de las mujeres. Debido a la existencia de la división sexual del trabajo, la responsabilidad principal por el trabajo remunerado permanece en los hombres y la correspondiente al trabajo no remunerado sigue estando a cargo de las mujeres, al menos en términos típicos ideales.

 

Los cuidados en América Latina y el Caribe

Pautassi sostiene que este enfoque tuvo su impulso en la región latinoamericana gracias a la incorporación en las agendas de los mecanismos para el adelanto de la mujer, que en el marco de las Conferencias Regionales sobre la Mujer de América Latina y el Caribe de la CEPAL, promovieron los consensos necesarios para aplicar el enfoque de derechos al cuidado y poder volcarlo, en algunos países, a la normativa nacional y los instrumentos internacionales. Sin embargo, si bien el enfoque del cuidado como un derecho está presente en marcos legales y discursos referidos al cuidado en la región, el mismo no ha “atravesado” la institucionalidad pública y se mantiene aún a nivel retórico (Pautassi, 2016).

En América Latina y el Caribe la estructura productiva, los roles de género y la configuración de las familias consolidaron profundas inequidades en la distribución del tiempo de los varones y las mujeres. De ello se derivan desigualdades en términos de oportunidades para el desarrollo personal y profesional de varones y mujeres. Tal es así que, en la región, antes de la pandemia, las mujeres dedicaban entre 22 y 44 horas semanales a las tareas domésticas y de cuidados (CEPAL, 2020b).

En la región, las desigualdades sociales están estrechamente vinculadas con la provisión desigual de cuidado familiar y social conformando un verdadero círculo vicioso: quienes tienen más recursos disponen de un mayor acceso a cuidados de calidad, en circunstancias que tienen menos miembros del hogar que cuidar.

Los feminismos latinoamericanos y caribeños vienen señalando esto como pieza fundamental de la desigualdad entre los géneros. Buscando conceptualizar los cuidados de forma situada, existe en la región latinoamericana y caribeña una trayectoria que proviene sobre todo del análisis sobre el trabajo, la división sexual del trabajo, el sistema reproductivo y el trabajo doméstico, conceptos que tienen sus primeros planteos en el feminismo marxista y socialista. Este recorrido ha estado signado por un fuerte hincapié en el cuidado como un componente clave del bienestar social.

El tiempo, a través del trabajo, se convierte en bienes y servicios con un valor monetario, constituyendo un aporte al bienestar de la sociedad. Las encuestas de uso del tiempo que se han realizado en la región, han permitido evidenciar que las mujeres ocupan dos tercios de su tiempo en trabajo no remunerado y un tercio en trabajo remunerado, mientras que los hombres ocupan su tiempo en la relación contraria (CEPAL, 2014).

Al respecto, el recorrido latinoamericano del abordaje de los cuidados tiene un momento clave y es cuando se conceptualiza y comprende de manera diferencial el cuidado del trabajo doméstico. Se busca un mayor entendimiento de las actividades que ocurren dentro del hogar, entre las cuales el cuidado es una de las principales. El cuidado tiene sus similitudes con el trabajo doméstico porque comparte su invisibilidad y su asociación con habilidades femeninas, pero se distingue por el componente relacional (Carrasco et al, 2011).

 

Pandemia y cuidados

La pandemia ha hecho evidente la importancia de los cuidados para la sostenibilidad de la vida, así como la poca visibilidad que tiene este sector en las sociedades y en las economías de la región, en las que se sigue considerando una externalidad y no un componente fundamental para el desarrollo.

La crisis en curso pone en evidencia la injusta organización social de los cuidados en América Latina y el Caribe. La actual organización social del cuidado presenta un gran desequilibrio entre los cuatro ámbitos de acceso al bienestar: las familias, el Estado, el mercado y la comunidad. Esta se basa principalmente en el trabajo no remunerado que las mujeres realizan al interior de los hogares, y es sumamente estratificada en función de las condiciones sociales y económicas.

Las desigualdades de género se acentúan en los hogares de menores ingresos. Por un lado, la demanda de cuidados es mayor, además de que resulta muy difícil en condiciones de hacinamiento mantener el distanciamiento social y las medidas sanitarias. La desigualdad en el acceso a los servicios básicos sigue siendo una problemática regional, de acuerdo con la CEPAL, en 2018 un 13,5% de los hogares de la región no tenía acceso a fuentes de agua potable, situación que se agudizaba en las zonas rurales, donde la cifra alcanzaba el 25,4% (CEPAL, 2020b). Todo esto pone en evidencia la profundización de las brechas de género y de vulnerabilidad de las mujeres en el marco de la pandemia.

Mencionamos anteriormente que las mujeres dedican dos tercios de su tiempo a las tareas domésticas y de cuidado (CEPAL, 2014). Esto profundiza su vulnerabilidad frente al confinamiento como medida que hasta el momento resulta más efectiva para disminuir las curvas de contagio por covid-19. Quienes tienen la posibilidad de “teletrabajar” desde sus casas se encuentran frente a la encrucijada de articular sus tareas remuneradas, con las domésticas y de cuidados, no reconocidas, ni valoradas. A ello se le suma el aumento de las tareas relacionadas con el cierre de escuelas, el incremento de la demanda de cuidados de salud y la necesidad de elevar los estándares de higiene en los hogares en el marco de la pandemia, tareas que, como hemos visto, recaen sobre las mujeres. La crisis sanitaria ocasionada por la expansión del COVID-19 ha dejado más claro que nunca que el trabajo doméstico no remunerado de las mujeres está subvencionando tanto los servicios públicos como los beneficios privados (ONU, 2020).

Comprendiendo esta injusta y desigual organización de los cuidados, de los trabajos y en definitiva de la vida, podemos afirmar que la pandemia y las consecuentes restricciones tomadas por los gobiernos, tienen un impacto severo en la vida de las mujeres al acrecentar sus tareas y profundizar su vulnerabilidad. La situación actual profundiza la crisis de los cuidados. Es necesario que las medidas tomadas para abordar esta situación tengan en su núcleo políticas y programas de cuidado que permitan paliar esta realidad de manera inmediata al tiempo que promuevan la corresponsabilidad entre mujeres y hombres en la vida familiar, laboral y social.

 

Pandemia y mercado de trabajo

La irrupción de las mujeres en lo público y su inserción en el mercado laboral formal ha sido un derecho conquistado que permitió visibilizar las desigualdades en torno al acceso y la permanencia de las mujeres en el mercado laboral y la promoción de políticas públicas consecuentes hacia tal fin.  En los últimos años aumentó un 48,5% la tasa de participación laboral femenina en el mercado formal de trabajo (Vaca, I 2019)

Ahora bien, este aumento de la participación laboral femenina no ha estado acompañado por una redistribución de las tareas domésticas y de cuidados. Muchas mujeres de la región no pueden acceder al mercado laboral formal porque tienen que dedicarse plenamente a esas tareas socialmente consideradas aún como femeninas. Recordemos que entre un 12% y un 66% -de acuerdo a cada país- de las mujeres de la región no acceden al mercado formal de trabajo por dedicarse plenamente a las tareas de cuidados y al trabajo no remunerado, frente al 6% de hombres que no acceden al mercado laboral remunerado por dedicarse a esas mismas tareas (Vaca, I, 2019).

Aquí es conveniente recordar que la división sexual del trabajo se desenvuelve tanto dentro como fuera de los hogares. Previo a la pandemia, casi un tercio de las mujeres de la región trabajaba en el sector del cuidado: educación, salud, asistencia social y empleo doméstico. Los países con mayor concentración de mujeres en el sector del cuidado remunerado eran la Argentina, (42,8%), Uruguay (38,4%), Chile (34,9%), Brasil (33,7%), Costa Rica (32,6%) y Venezuela (30,5%) (Iliana  Vaca Trigo, 2019).  A su vez, más de la mitad de las mujeres  de la región están ocupadas en sectores que se clasifican como de baja productividad. Los países de Centroamérica, principalmente Guatemala (36,1%), El Salvador (30,2%), Nicaragua (29,5%) y Honduras (28,2%) son los que previo a la pandemia presentaban la mayor tasa de ocupación femenina en estos sectores (Iliana  Vaca Trigo, 2019). Importa también remarcar que la alta concentración de mujeres en sectores de comercio y servicios supone una elevada incidencia de trabajo a tiempo parcial y salarios relativamente bajos (OIT, 2016). La sobrerrepresentación de mujeres en el trabajo informal supone además que no puedan acceder a derechos jubilatorios (Bidegain, N.  y Calderón, C., 2018). El 82,2% de las mujeres de la región no estaba cotizando en un sistema de pensiones (Vaca, I., 2019).

La crisis por la pandemia actual tiene un gran impacto en el empleo y en el mercado de trabajo, impacto que afecta diferencialmente a las mujeres. Al respecto, veamos algunos datos en base a estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). En primer lugar, recordemos que las mujeres son más de la mitad de las personas trabajadoras informales en la región. De los 130 millones de trabajadores y trabajadoras informales, el 53% son mujeres, por lo que frente a la situación actual enfrentan mayores riesgos (OIT, 2020).

El aumento del desempleo también repercutirá de manera negativa en sus condiciones de vida, porque las mujeres de la región se emplean en un 49% en comercio y servicios, dos de los sectores más afectados por la pandemia (OIT, 2020).  Cabe agregar que por cada 100 hombres que viven en condiciones de pobreza en la región, hay 132 mujeres. Y el escenario provocado por la pandemia anticipa que este indicador puede empeorar todavía más. Además las trabajadoras formales, que tienen salarios menores a los de los hombres en un 17% en promedio, también han visto incrementadas sus tareas domésticas (CEPAL, 2020b).

La reducción de la actividad económica tendrá severas consecuencias en el trabajo. De acuerdo a un informe de la CEPAL sobre los impactos de la pandemia en América Latina y el Caribe, las políticas de desprotección social, flexibilización laboral, suspensiones masivas de fuentes de trabajo, sobreexplotación de las/os trabajadores, despido sin indemnización, reducción de salario son visibles a medida que la crisis se profundiza. Frente a esta situación la vulnerabilidad de las personas trabajadoras se acrecienta, están más expuestos a la pérdida de ingresos al  tiempo que la informalidad, les impide acceder a las políticas estatales en los países en que se están implementando (CEPAL, 2020b).

Las mujeres, como se mencionó, al contar con una inserción laboral en condiciones de mayor precariedad y una mayor representación en el trabajo informal, están más expuestas al riesgo de desempleo. Como hemos visto, algo más de la mitad de las mujeres están ocupadas en sectores precarios desde el punto de vista de salarios, formalización del empleo, seguridad del puesto de trabajo o acceso a protección social. Las trabajadoras domésticas y de cuidados remuneradas se encuentran en su mayoría en la informalidad por lo que frente a las medidas de aislamiento social y cuarentenas no pueden realizar sus trabajos y no tienen seguridad de ingresos. Al no poder trabajar a distancia, sus ingresos se ven determinados por la decisión que tomen la familia o institución empleadora, al tiempo que continuar con estos trabajos las expone aún más al riesgo de contagio. (CEPAL, 2020b). A esta profunda vulnerabilidad se le agrega que pocas de ellas tienen acceso a la seguridad social, por lo que están mucho más desprotegidas frente a una situación de crisis del empleo sostenida.

Producto de las inequidades y desigualdades en el ámbito reproductivo, las mujeres se encuentran en situación de desventaja productiva frente a los hombres. La sobrecarga de trabajo de las mujeres por tareas de cuidado y no remuneradas impiden el pleno desarrollo de la autonomía de las mujeres y perpetúa las desigualdades estructurales entre ambos géneros.

 

Conclusiones

La pandemia profundiza las desigualdades y brechas de género existentes en la región latinoamericana y caribeña. La desvalorización y negación del trabajo doméstico y de cuidado realizado por mujeres se encuentra en el núcleo de la desigualdad de género en América Latina y el Caribe. Se ha negado históricamente la importancia que tienen estas tareas para el sostenimiento de la vida y la reproducción del capital y su acumulación.

Ante un Estado que toma medidas ineficientes, personas que no pueden ser cuidadas por la población de riesgo, mujeres asalariadas empobrecidas y sin medidas de resguardo laboral que aseguren su empleo, pensar en nuevas formas de gestionar los cuidados es urgente.

Esta crisis ha puesto en evidencia que es el momento de comenzar a pensar en nuevas formas de organización social en general, donde la organización social del cuidado ocupe un rol central. Si queremos una sociedad que privilegie la vida, el cuidado debe valorizarse, al igual que las personas que cuidan. Valorizar el cuidado supone empezar a pensar en términos relacionales, en el reconocimiento y el respeto del otro, de correr el eje de la individualidad liberal y la autonomía que prima las relaciones humanas hoy día y colocar en el centro la interdependencia, reciprocidad y complementariedad. La única respuesta total y efectiva ante las crisis en la reproducción de la vida está dada por las instituciones universales, públicas y gratuitas, por los espacios de lo común, lo solidario, lo colectivo.

 

 

Bibliografía

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Batthyány, Karina  (2004), “Cuidado infantil y trabajo: ¿un desafío exclusivamente femenino?”. Montevideo: Centro Interamericano para el Desarrollo del Conocimiento en la Formación Profesional (CINTERFOR)/Oficina Internacional del Trabajo (OIT).

Batthyány, Karina (2009).  “Género, cuidados familiares y uso del tiempo”. In: Ds-FCS-UDELAR. El Uruguay desde la sociología VII. Montevideo: CBA-Editorial.

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Pautassi, Laura (2010) «Cuidado y derechos: la nueva cuestión social», en Montaño, S. y Calderón, C. (coords.) El cuidado en acción: entre el derecho y el trabajo, Cuadernos de la CEPAL, n.º 94, Santiago de Chile: CEPAL, disponible en: http://repositorio.cepal.org/handle/11362/2959

Vaca, Iliana (2019)  “Oportunidades y desafíos para la autonomía de las mujeres en el futuro escenario del trabajo”, serie Asuntos de Género, N° 154 (LC/TS.2019/3), Santiago, Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Recuperado de https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/44408/4/S1801209_es.pdf.