Elizabeth Jelin
Aunque sus estudios formales fueron en sociología, no le gustan las divisiones académicas entre disciplinas. Trabajó sobre muchos temas, escribió muchos libros y artículos, dio muchos cursos y conferencias, recibió reconocimientos y premios, y todo lo demás que es esperable en una larga carrera académica. Su lugar institucional es la carrera de investigadora de CONICET, con sede en el Centro de Investigaciones Sociales del IDES-CONICET.
Lo que le importa es que su vida personal, la académica y la política no son tres, sino una, encarnada en una misma persona. Se guía por el slogan feminista, “lo personal es político”, agregando lo complementario, “lo político es personal”, y la curiosidad académica cruza ambos. Le fascina trabajar con gente mucho más joven que ella, que muestre curiosidad y creatividad. También le gusta cocinar, caminar y dedicarse un poco a las plantas. Vive en Buenos Aires; también en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. La vida es un viaje, no sólo en sentido metafórico sino también literal.
ABSTRACT
Todo el edificio social –tanto en el plano de la vida cotidiana como en el de las políticas sociales– está anclado en la existencia y funcionamiento de la organización doméstica y las familias. La pandemia y el confinamiento lo demostró de manera acabada y casi perfecta. “Quedate en casa” fue la consigna –casi una orden—en todo el mundo. Esta consigna da por supuesto que existen hogares o casas y que en esas casas se desarrollan las tareas cotidianas ligadas a la supervivencia: se cocina y se come, se higieniza y se limpia, se cuida a quienes necesitan atención especial –niñxs, enfermxs, personas que no pueden valerse por sí mismas. ¿Cómo personalizar ese “se”? ¿Quién lo hace?
La realidad hizo visible varios fenómenos que eran más que conocidos por investigadoras y activistas: por un lado, que hay mucha gente que no vive en hogares familiares (personas en situación de calle, personas internadas en instituciones de diverso tipo); por otro, que para muchxs, la casa no es el lugar de cuidado y protección, sea porque las condiciones materiales son muy precarias (¿cuántos metros cuadrados por persona es el mínimo necesario para “quedarse en casa”?) o porque las condiciones interpersonales no son adecuadas para la convivencia permanente (situaciones de violencia doméstica o acoso intrafamiliar, por ejemplo). Hay algo más, muy importante: aún cuando las condiciones mínimas para el confinamiento estén presentes, la carga de trabajo doméstico y de cuidado no está repartida de manera equitativa. Son las mujeres quienes sufrieron y sufren una sobrecarga de trabajo insostenible, que ya existía antes de la pandemia y esta no hizo más que agudizar.
Algo sobre familias
Un aspecto central de las desigualdades de género radica en la larga historia de la división sexual del trabajo en la vida cotidiana: las mujeres a cargo de las tareas domésticas y de cuidado de las personas en el ámbito hogareño–familiar; los hombres “proveedores” que llevan adelante tareas definidas como productivas. Esta imagen refiere a un modelo de familia ideal o idealizado: la familia nuclear, caracterizada por la convivencia de una pareja heterosexual monogámica y sus descendientes, imagen que se ha ido construyendo en la historia social de Occidente durante los últimos dos siglos. El predominio de esta imagen de familia, su naturalización (que lleva a identificarla con lo natural, o sea, guiada por principios biológicos) y su peso como definición de lo normal (frente a otras formas definidas como desviaciones, patologías o perversiones) obstruyeron y ocultaron dos fenómenos muy significativos: por un lado, siempre existieron formas alternativas de organización de los vínculos familiares, otras formas de convivencia, otras sexualidades y otras maneras de llevar adelante las tareas de la procreación y la reproducción. Por otro, la familia nuclear arquetípica está muy lejos de cualquier ideal democrático o del reconocimiento de la igualdad de derechos: se trata de una organización social patriarcal, donde el “jefe de familia” concentra el poder, y tanto lxs hijxs como la esposa-madre desempeñan papeles anclados en la subordinación al jefe.
La conceptualización de la familia con una perspectiva de género y el análisis feminista crítico de la distinción entre el mundo privado y el ámbito público ponen en cuestión esta imagen idealizada de la familia nuclear y permiten avanzar en el análisis de las tensiones y dilemas que la institución familiar o, mejor dicho la multiplicidad de modalidades de organización familiar, enfrenta en la actualidad.
Lo que presenciamos es una creciente multiplicidad de formas de familia y de convivencia. Esta multiplicidad, lamentada por algunos, puede también ser vista como parte de los procesos de democratización de la vida cotidiana y de la extensión del “derecho a tener derechos” a todos los miembros de una sociedad. La diversidad de formas de familia está ligada a transformaciones sociales, económicas y culturales, en tanto la familia no puede ser vista como una institución aislada sino como parte de un entramado de instituciones y prácticas sociales, donde el Estado y la legislación, las creencias y prácticas religiosas, los comportamientos económicos y otras formaciones sociales actúan simultáneamente para configurarla.
También hay que considerar el amor, los afectos y la intimidad –aspectos implícitos en la noción de familia. Aunque en la vida cotidiana la familia es percibida como el ámbito del amor, en realidad hay sólo un vínculo que idealmente se basa en el amor (aunque no desde hace mucho tiempo ni para todxs): la elección de pareja. Otros vínculos familiares son adscriptos: padres y madres, hermanxs y abuelxs están definidos independientemente de los sentimientos o de la voluntad de cada persona. Y si bien se puede elegir el momento y la oportunidad de tener hijxs, no hay elección de las características del hijx que va a nacer –aunque la tecnología de la reproducción y los avances de la clonación permiten imaginar un futuro diferente… e intimidador.
El afecto dentro de la familia se construye socialmente, sobre la base de la cercanía y la convivencia, de las tareas de cuidado y protección, de la intimidad compartida, de las responsabilidades familiares que las demás instituciones sociales (la escuela, la Iglesia, el Estado) controlan y sancionan. Hay, entonces, una tensión irreductible entre el amor y la pasión en la elección de la pareja –que pueden acallarse o desaparecer con el tiempo—y la responsabilidad social de los vínculos de parentesco, que se extienden a lo largo de la vida. En suma, hay vínculos de afecto (amores que, como dice el dicho popular, a veces “matan”) y hay responsabilidades sociales de protección material, simbólica y afectiva ligadas a estos vínculos. Esto vale para todas las formas de familia y no solamente para los vínculos familiares entre madres y padres e hijxs; también para vínculos entre hermanxs y otros vínculos de parentesco con abuelos y abuelas, tíos, tías, primos y demás.[1]
Los temas de la familia y el hogar –las tareas domésticas, la gestación y cuidado de lxs niñxs, el afecto y la devoción de la figura de la madre—han sido y siguen siendo “asuntos de mujeres”. Aun en el mundo público de las políticas sociales, estos temas están identificados con la labor de mujeres, sea de funcionarias, “primeras damas” o de alguna otra figura maternal. Hay una urgencia, entonces: la de hacer visible y demandar el reconocimiento de que en la familia también hay hombres, y que no solamente deberían actuar como proveedores económicos. De hecho, los roles de hombres y mujeres están en proceso de transformación, aunque no en una dirección hacia mayor igualdad. Mujeres que salen a trabajar fuera de sus hogares o que son “jefas de familia” u hombres que reclaman su derecho a una paternidad en igualdad de condiciones constituyen desarrollos recientes con efectos de largo plazo muy significativos. Sólo tomando sistemáticamente las relaciones de género como eje del análisis es posible llegar a dilucidar estas transformaciones.
Un tema importante y muy actual es la democratización en la familia. Esta democratización implica, como horizonte, un entorno de intimidad y convivencia planteado desde el respeto y el reconocimiento de todos sus miembros como sujetos de derecho, sin estar subordinados a un poder arbitrario, a menudo basado en la violencia. La democratización de la familia implica cambios fundamentales en las relaciones de autoridad y control. En este sentido, la familia y la domesticidad no constituyen un mundo “privado”. Más bien, el mundo privado e íntimo de cada sujeto social se construye a partir de las relaciones y controles sociales dentro de los cuales se desarrolla su cotidianidad.
¿Y el Estado?
Frente al diagnóstico contemporáneo que plantea la “crisis” de la familia, se levantan voces que demandan intervenciones públicas para salvarla de esta crisis. Por lo general, estas voces son las de la tradición y la religión, con su carga de policiamiento moral de la vida privada, reclamando políticas para “fortalecer” a la familia. Como supuesto ideológico fundamental de esta línea de pensamiento, la familia es en singular: hay solamente un modelo posible que debe ser fortalecido, el modelo de familia basada en la pareja heterosexual monogámica y sus hijxs, con su lógica de funcionamiento tradicional. Los demás modelos de familia y de convivencia son perversiones, desviaciones, indicadoras justamente del estado de crisis.
Obviamente, no es esta nuestra postura. Más bien, resulta necesario pensar las intervenciones públicas hacia la diversidad de formas de familia para promover la democracia y la igualdad. De ahí la necesidad de incorporar la igualdad de género como uno de los criterios rectores de las políticas públicas, con el objetivo de revertir situaciones injustas.
A su vez, la defensa de los derechos humanos implica la intervención del Estado en el interior de las familias, en esa vida “privada” donde con más frecuencia que lo deseable estos derechos son violados. La inclusión del ámbito familiar en el mundo, regido por principios de derecho aceptados por la comunidad internacional, manifestada tanto en la condena a la violencia doméstica como en el reconocimiento de los derechos de lxs niñxs, es el fundamento que justifica y legitima esta intervención protectora y preventiva. El desafío consiste en el Estado lo haga, pero al mismo tiempo logre mantener el frágil equilibrio entre esta intervención y la necesidad de proteger la privacidad y la intimidad. La intervención pública es necesaria e inevitable, pero con reglas y límites.
Finalmente, está la relación entre la familia y las políticas de equidad e igualdad más amplias y de largo plazo. La familia es una institución formadora de futuras generaciones. A partir de esta función reproductora de la sociedad, la institución familiar tiende a transmitir y reforzar patrones de desigualdad existentes. Su accionar en una dirección más equitativa requiere una acción afirmativa por parte del Estado y de otras instancias de intervención colectivas.
La afirmación precedente exige una explicación. Pensémosla desde el lugar de “buenos” padres y madres de clase media. ¿Qué queremos para nuestrxs hijxs? ¡Lo mejor! Trataremos de darles la mejor educación y preparación para el mundo del futuro; trataremos de que su salud sea óptima, previniendo y anticipando posibles malestares e intentaremos transmitirles nuestro capital social, cultural y económico. Nuestras sociedades y familias están organizadas para posibilitar este proceso. Las propiedades y las riquezas se transmiten por herencia; los “climas educacionales familiares” tienen un efecto altamente significativo sobre los niveles educacionales de los niños, niñas y jóvenes; las redes de relaciones sociales son acumuladas y transmitidas. O sea, existe una fuerte tendencia dirigida a que la institución familiar perpetúe los privilegios de quienes los tienen.
En el otro extremo, cuando hay carencias y riesgos, la institución familiar tiende a reproducir el círculo vicioso de la pobreza, la marginalidad y la violencia. Los daños pueden ser irreversibles y acumulativos. Es sabido que la desnutrición infantil produce efectos irreversibles sobre la salud física y el desempeño mental de las personas. Existen datos que indican que los hogares donde hay violencia doméstica tienden a estar constituidos por personas que se han criado en hogares en los que la violencia era una forma de vida habitual, y a menudo han sido víctimas de violencia en su infancia. También comienza a detectarse, aunque a veces de esto “no se habla”, el hecho de que los embarazos muy tempranos –los de niñas de 10 a 14 años– son en la mayoría de los casos producto de violaciones intrafamiliares. Y que las adolescentes convertidas en madres a edades tempranas son, en general, hijas de mujeres que también comenzaron su vida reproductiva siendo muy jóvenes.
La conclusión es muy simple y directa: para promover la equidad social y disminuir las desigualdades sociales se requiere la intervención activa de instituciones extra-familiares compensadoras y transformadoras. Desde una perspectiva intergeneracional, la ampliación de las oportunidades que puedan generar mayor igualdad –en oportunidades educacionales y laborales, en la calidad de vida en términos más amplios– necesita acciones afirmativas, fundamentalmente por parte del Estado a través de políticas fiscales y sociales.
En verdad, hay dos planos en los que la acción estatal se liga con las formas y modelos de familia: como institución social que canaliza deseos, ilusiones y sentimientos humanos, el Estado debe legislar con el objetivo de promover las capacidades humanas de elegir los vínculos familiares que mejor concuerden con las subjetividades y sus marcos culturales. Evitar violencias y sufrimientos, aumentar la igualdad y la democracia intrafamiliar son, entonces, objetivos que debieran guiar la política estatal en relación con la familia. El segundo refiere a las políticas de bienestar y el cuidado. Esto apunta a la necesidad de que la política estatal se base en un conocimiento profundo de las transformaciones familiares y se adapte a las prácticas sociales concretas de la población, y que no se dé por supuesta la vigencia social de un modelo único y eterno de familia: la nuclear patriarcal. De esta manera, se podrá maximizar el efecto de la política y ampliar los rangos de libertad humana, de modo tal que las decisiones implementadas no penalicen o estigmaticen a algunos sectores sociales, ni coarten sus libertades y opciones. Veamos este tema con más detalle.
Las familias en las políticas de cuidado y bienestar.
¿Por qué importan las transformaciones de las familias para la elaboración de las políticas sociales de cuidado y bienestar? En la mayoría de los casos, los modelos y las prácticas de políticas sociales se anclan en un modelo de familia implícito y a menudo bastante alejado de la realidad cotidiana de lxs destinatarixs de esas políticas. Dado el rol central que las familias “reales” tienen en las prácticas en que concretamente se activan las políticas sociales, el análisis de la organización familiar debiera ser uno de los ejes principales de los diagnósticos sociales y de la determinación de los mecanismos de implementación de políticas. Sin embargo, éste no es el caso. De hecho, la relación entre las familias y las políticas públicas en América Latina es una historia de desencuentros, como lo marca con claridad el título de un libro basado en investigaciones sobre el tema.[2]
Así, los programas y políticas sociales dirigidos a las situaciones de pobreza y a la inclusión social no siempre están basados en una consideración de las transformaciones de las familias. Tomar como unidad de intervención a “la familia” en la mayor parte de los programas tiene como efecto, una vez más, una sobrecarga de responsabilidades de las mujeres, esta vez no sólo frente a los miembros de su familia sino también del Estado.
Concentremos la atención en el cuidado. ¿Cómo enfrentar las transformaciones en la familia y las dificultades e inequidades ligadas a la capacidad de cuidado por parte de las familias? Para pensarlo, hay que vincular a la familia y las mujeres dentro de ellas con las otras instituciones ligadas al cuidado y al bienestar: la compra de servicios en el mercado, el Estado y las organizaciones comunitarias. ¿Cuánto del bienestar y del cuidado, y en qué campos, depende del mercado? ¿De qué se hace cargo el Estado por medio de políticas públicas? ¿Qué responsabilidades quedan en manos de la familia (de manera planificada o como factor residual)? ¿Bajo qué condiciones entran las actividades comunitarias? Los distintos modelos de cuidado privilegian una u otra institución, y dejan a las demás la función de cubrir el déficit y los fracasos de las otras. Casi siempre, la familia (es decir, las mujeres) debe compensar los fracasos de las políticas estatales; en otras circunstancias, normalmente excepcionales, los Estados compensan las desigualdades provocadas por el mercado o atienden situaciones en que la familia no puede hacerse cargo de alguno de sus miembros.
Históricamente, la provisión de servicios públicos de cuidado (guarderías para niñxs, apoyo institucional para ancianxs) ha estado ligada a las transformaciones en la participación laboral de las mujeres, sea como política de incentivo para la participación cuando el mercado laboral así lo requería o como respuesta a la demanda organizada del movimiento de mujeres. Esto es así porque la incorporación masiva al mercado de trabajo de mujeres con responsabilidades de cuidado hogareño (mujeres con hijxs y responsables por el cuidado de adultxs mayorxs) implica un desafío en términos de la organización de dicho cuidado. La tensión entre la responsabilidad doméstica y la laboral debería ser tema de preocupación y de formulación de políticas, ya que pocas veces puede ser resuelto de manera individual o familiar.
Desde lo personal y desde el ámbito familiar, las diferencias entre tipos de familias y entre clases sociales son enormes. La familia extensa con co-residencia está en un extremo: abuelas, hijas mayores, tías y madres compartiendo el trabajo doméstico y de cuidado. Estas redes siguen existiendo y mantienen su vigencia aun cuando no haya co-residencia (aunque sí una cierta cercanía física), principalmente en los sectores populares. Es especialmente preocupante cuando frente a la necesidad de la salida laboral de las mujeres-madres, son las hijas mayores (ellas mismas todavía niñas) quienes se hacen cargo del cuidado de sus hermanxs menores –a veces abandonando la escuela para hacerlo.
En el otro extremo de la escala social, los hogares de ingresos altos contratan servicio doméstico con remuneración y mandan a sus hijxs a guarderías y jardines de infantes privados. La “conciliación” en estos casos se basa en el trabajo (mal) remunerado de otras mujeres, que se hacen cargo de las tareas domésticas y de cuidado directo. La mujer-madre-trabajadora puede delegar tareas, aunque queda con la responsabilidad de la organización de la tarea doméstica y a cargo de la tarea en los casos de emergencia (enfermedades) o cuando la organización falla. Éste ha sido el patrón en las clases medias urbanas de los países periféricos, aunque no en las clases medias de los países centrales –donde la oferta de trabajadoras de servicio doméstico ha sido tradicionalmente mucho más escasa y el costo mucho mayor. En esos países, este patrón está cambiando y se constata un aumento en la contratación (especialmente de mujeres migrantes indocumentadas) como trabajadoras privadas para el cuidado de niñxs y ancianxs en hogares de niveles sociales altos.
En estos patrones tradicionales, lo que predomina es la familiarización (y feminización) de las actividades de cuidado. Frente a los cambios en el papel de las mujeres, una salida se da a través de la mercantilización de estos servicios. Esta apelación al mercado, sin embargo, tiene límites. Se requiere entonces el accionar del Estado a través de sus políticas sociales. En primer lugar, la forma en que se organizan los sistemas de salud, educación y previsión social tienen implicancias para la organización del cuidado. Asimismo, las políticas sociales que se instalan como planes de alivio a la pobreza parten de supuestos tradicionales sobre el papel de las mujeres en su interacción con la política y definen responsabilidades de cuidado de forma muy concreta, tanto para las familias como para la comunidad.
Finalmente, la provisión de servicios directos de cuidado por parte del Estado, por ejemplo la disponibilidad y el acceso a servicios de cuidado infantil como los jardines maternales, puede ser una estrategia política explícita, basada en el objetivo de aliviar la carga familiar a través de una desfamiliarización (o desmaternalización) del cuidado.
En suma, la observación sobre la dimensión del cuidado abre un espectro analítico amplio, que obliga a trascender el espacio de la esfera privada y a poner en consideración el modo en que distintas instituciones actúan como proveedoras que afectan de manera directa la organización familiar. En este sentido, la categoría de cuidado permite una lectura transversal de diferentes instituciones y actividades que se realizan de forma sostenida, y que lejos de ser “privadas”, van tejiendo una singular red de relaciones y suponen una importante inversión de tiempo y de recursos. Privatizaciones de servicios públicos, re-familiarización de responsabilidades o re-tradicionalización de roles de género, son algunos de los desafíos ideológicos que se enfrentan en este campo –y que no dependen de manera directa de las restricciones financieras del Estado. La idealización de la maternidad y el familismo, en este espacio, son funcionales a la reducción de costos. Tienen un lugar instrumental; también ideológico.
La necesidad de un cambio paradigmático en este tema, sin embargo, comienza a ser reconocida. Hay algunas iniciativas que plantean el tema desde la “corresponsabilidad social”, pensada ésta entre madres y padres (como en el Código Civil argentino sancionado en 2015) y entre “familias, Estado, mercado y sociedad en general”.
Comentario final
Un comentario adicional es necesario aquí, con una cara sustantiva y otra normativa. ¿Qué quiere decir igualdad de género? ¿Cómo pensar la igualdad en el contexto familiar? Hay una realidad biológica ineludible: las diferencias entre quienes gestan y amamantan a los bebés y quienes no lo hacen no pueden ser enmarcados en una conceptualización basada en la neutralidad o la igualdad. Esto es lo que se ha hecho en la legislación igualitaria en Suecia, donde desde la década de 1970 los códigos de familia hablan de cónyuges, sin ninguna referencia a sexo o a género, planteando la co-responsabilidad igualitaria en la atención a lxs hijxs. Por el contrario, la legislación y la realidad práctica en América Latina dan por supuesto la existencia de diferencias de género (e implícita o explícitamente, de una jerarquía de género) y los esfuerzos de las feministas y de las fuerzas progresistas están orientados a disminuir las desigualdades y alcanzar el reconocimiento de los derechos de las mujeres.
Sin duda, son las mujeres quienes gestan y amamantan (también algunas personas trans). Estas funciones, sin embargo, tienen límites de tiempo. En consecuencia, el reconocimiento de estas diferencias podría tener límites temporales claros, y no debería traducirse en una aceptación abierta de las responsabilidades diferenciales en la familia a lo largo de todo el curso de vida. Sin embargo, la maternidad y la maternalidad son valores muy presentes, donde la tradición de la Iglesia Católica se complementa y refuerza por otros discursos, incluyendo un feminismo maternalista.
Aun en una sociedad como la sueca, que ha definido la igualdad de género como su prioridad y ha promovido políticas orientadas hacia ese fin durante más de treinta años, las preferencias e incentivos de hombres y mujeres en relación con sus familias, especialmente el cuidado de sus hijxs, es todavía altamente diferenciado. Las mujeres y los hombres siguen viendo el rol materno como “natural”, y parecen pensar que ser reemplazadas por hombres implica “renunciar” a un rol maternal natural. Para la mayoría de lxs suecxs, los roles materno y paterno no parecen ser intercambiables –una revelación que pone en cuestión el ideal de la “neutralidad de género”.
La cuestión que surge entonces es cómo introducir estas diferencias y desigualdades en un paradigma o marco anclado en la igualdad. Si se toman en cuenta el reconocimiento más abierto de las diferencias de género en América Latina y el reconocimiento silenciado (tapado por el uso del lenguaje neutral) en Suecia, surgen varias preguntas: ¿Es la neutralidad de género una ruta adecuada para la igualdad de género? ¿Cómo combinar la lógica de la igualdad con la lógica del reconocimiento de las diferencias? La tensión entre la igualdad de género y el reconocimiento de las diferencias se puede enfrentar solamente a través del reconocimiento de que están enraizadas en sistemas de relaciones sociales, antes que pensarla desde un marco individualista.
Esto nos lleva al tema de los regímenes de bienestar. Suecia es un caso de individualización de los beneficios y de “desfamiliarización” del bienestar. El resultado es, sin duda, una mayor igualdad de género cuando se compara con otras sociedades cargadas de jerarquías y desigualdades de género, tradicionales y no tan tradicionales. Hay costos importantes implicados en esta opción: la individualización ¿implica soledad y ausencia de vínculos y lazos comunitarios? ¿Cómo combinar el familismo, las responsabilidades y sentimientos con el respeto y la consideración de los derechos y deseos individuales? La tensión entre individualización y un sentido de comunidad es una de las paradojas y desafíos a enfrentar.
Finalmente, es bien sabido que para su bienestar físico, psicológico y social, el individuo requiere cuidados de otros y otras, así como su integración en redes sociales comunitarias, redes que contienen y canalizan la afectividad y en las que se vuelca la capacidad de solidaridad y responsabilidad hacia los demás, redes que confieren identidad y sentido pero que también involucran tareas específicas de cuidado. Si en tiempos pasados esta función estaba depositada fundamentalmente en un tipo casi único de rol familiar –el de esposa-ama de casa-madre–, sin otras alternativas y opciones, las transformaciones de los vínculos familiares en la actualidad indican la necesidad de promover y apoyar la gestación de múltiples espacios de cuidado y sociabilidad en distintos tipos y formas de familias, así como en organizaciones intermedias alternativas o complementarias, que promuevan el reconocimiento mutuo y la participación democrática.
[1] De ahí el título Pan y afectos de mi libro sobre familias, porque no se trata sólo del amor sino también de conseguir y compartir el pan (Elizabeth Jelin, Pan y afectos. La transformación de las familias. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010).
[2] Arriagada, Irma, ed., Familias y políticas públicas en América Latina: Una historia de desencuentros. Santiago, CEPAL – UNFPA, 2007.