Régimen Penal de Menores
Prisión Perpetua
Maldonado, Daniel Enrique y otro s/ robo agravado por el uso de armas en concurso real con homicidio calificado
07/12/2005 – Corte Suprema de Justicia de la Nación – Fallos: 328:4343
Antecedentes
Un Tribunal Oral de Menores condenó al imputado a la pena de catorce años de prisión como autor del delito de robo agravado por su comisión mediante el uso de armas, en concurso real con homicidio calificado con el fin de lograr su impunidad. Contra ese fallo, el Fiscal General interpuso recurso de casación, por entender que al atenuar la pena impuesta por medio de la aplicación de la escala penal de la tentativa, el tribunal había hecho una errónea interpretación del art. 4° de la ley 22.278. La Cámara Nacional de Casación Penal decidió casar la sentencia, y condenó al encausado a la pena de prisión perpetua. Dicha resolución fue apelada por la defensa oficial mediante recurso extraordinario, cuyo rechazo motivó la queja. La recurrente cuestiona la constitucionalidad de la pena de prisión perpetua, por cuanto, por su gravedad, resulta violatoria de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, como así también del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanas o Degradantes. Asimismo, sostuvo que la aplicación de la pena indicada supone hacer a un lado el “interés superior del niño” y el principio de aplicación subsidiaria de la pena privativa de libertad respecto de menores. Desde otro punto de vista, según la defensa, no es posible argumentar -como lo hace el a quo- que la posibilidad de libertad condicional garantiza su adecuación a la Constitución, en tanto los lapsos necesarios para llegar a su aplicación del son demasiado prolongados como para satisfacer el mandato convencional.
Principales normas involucradas
Convención de los Derechos del Niño, artículos 37 y 40; Ley 22.278
Estándares aplicables
La valoración de un procedimiento en trámite como un factor determinante para elevar el monto de la pena no puede suceder sin violar el principio de inocencia. Y si esto es así respecto de los mayores, no puede ser de otro modo respecto de los menores bajo el ropaje de la “peligrosidad”, pues si algún efecto ha de asignársele a la Convención del Niño es que a ellos les alcanza el amparo de las garantías básicas del proceso penal.
Cuando se trata de hechos cometidos por menores, si el tribunal decide aplicar efectivamente una pena, aún debe decidir acerca de la aplicabilidad de la escala de la tentativa. En consecuencia, ya no es suficiente con la mera enunciación de la tipicidad de la conducta para resolver cuál es la pena aplicable. Un hecho ya no es igual a otro, sino que es necesario graduar el ilícito y la culpabilidad correspondiente.
En el caso de los menores, la concreta situación emocional al cometer el hecho, sus posibilidades reales de dominar el curso de los acontecimientos, o bien, la posibilidad de haber actuado impulsivamente o a instancias de sus compañeros, o cualquier otro elemento que pudiera afectar la culpabilidad adquieren una significación distinta, que no puede dejar de ser examinada al momento de determinar la pena.
El art. 4° de la ley 22.278, en tanto establece que la necesidad misma de aplicación de una sanción al menor declarado responsable presupone la valoración de “la impresión directa recogida por el juez”, constituye una regla claramente destinada a garantizar el derecho del condenado a ser oído antes de que se lo condene, así como a asegurar que una decisión de esta trascendencia no sea tomada por los tribunales sin un mínimo de inmediación. Una pena dictada sin escuchar lo que tiene que decir al respecto el condenado no puede considerarse bien determinada.
La “necesidad de la pena” a que hace referencia el régimen de la ley 22.278 en modo alguno puede ser equiparado a “gravedad del hecho” o a “peligrosidad”. Antes bien, la razón por la que el legislador concede al juez una facultad tan amplia al momento de sentenciar a quien cometió un hecho cuando aún era menor de 18 años se relaciona con el mandato de asegurar que estas penas, preponderantemente, atiendan a fines de resocialización, o para decirlo con las palabras de la Convención del Niño, a “la importancia de promover la reintegración social del niño y de que éste asuma una función constructiva en la sociedad” (art. 40, inc. 1°).
El mandato constitucional que ordena que toda pena privativa de la libertad esté dirigida esencialmente a la reforma y readaptación social de los condenados (art. 5°, inc. 6, CADH) y que el tratamiento penitenciario se oriente a la reforma y readaptación social de los penados (art. 10, inc. 3°, PIDCP) exige que el sentenciante no se desentienda de los posibles efectos de la pena desde el punto de vista de la prevención especial. Dicho mandato, en el caso de los menores, es mucho más constrictivo y se traduce en el deber de fundamentar la necesidad de la privación de libertad impuesta, desde el punto de vista de las posibilidades de resocialización, lo cual supone ponderar cuidadosamente en ese juicio de necesidad los posibles efectos nocivos del encarcelamiento.
A partir de la premisa elemental, aunque no redundante, de que los menores cuentan con los mismos derechos constitucionales que los adultos, no debe perderse de vista que de dicho principio no se deriva que los menores, frente a la infracción de la ley penal, deban ser tratados exactamente igual que los adultos. Lo contrario implicaría arribar a un segundo paradigma equivocado -como aquel elaborado por la doctrina de la “situación irregular”- de la justicia de menores, pues reconocer que los menores tienen los mismos derechos que el imputado adulto, no implica desconocerles otros derechos propios que derivan de su condición de persona en proceso de desarrollo.
Los niños poseen los derechos que corresponden a todos los seres humanos, menores y adultos, y tienen además derechos especiales derivados de su condición, a los que corresponden deberes específicos de la familia, la sociedad y el Estado. Estos derechos especiales no constituyen sólo un postulado doctrinario, sino que su reconocimiento constituye un imperativo jurídico de máxima jerarquía normativa, derivado de los tratados internacionales suscriptos por nuestro país, en especial de la Convención del Niño y el Pacto de San José de Costa Rica.
En la actualidad, el sistema jurídico de la justicia penal juvenil se encuentra configurado por la Constitución Nacional, la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, normas que resulten de ineludible consideración al momento de la imposición de penas por hechos cometidos por menores.
De la conjunción de la ley 22.278 y la Convención del Niño se desprende con claridad que el derecho penal de menores está muy fuertemente orientado al examen de las posibles consecuencias de la aplicación de una pena respecto del condenado, en particular, desde el punto de vista de evitar que la pena privativa de libertad tenga efectos negativos para su reintegración a la sociedad. De allí que, al momento de determinar la pena, el tribunal no pueda omitir la consideración relativa a la concreta necesidad de pena, respecto de ese autor en concreto.
En el marco de un derecho penal compatible con la Constitución y su concepto de persona no es posible eludir la limitación que a la pena impone la culpabilidad por el hecho, y en el caso particular de la culpabilidad de un niño, la reducción que se deriva de la consideración de su inmadurez emocional o afectiva universalmente reconocida como producto necesario de su etapa vital evolutiva, así como la inadmisibilidad de la apelación a la culpabilidad de autor, por resultar ella absolutamente incompatible con nuestra Ley Fundamental.
Dentro de los objetivos que guían la justicia que rige en materia de jóvenes infractores se encuentra el principio de proporcionalidad, amén de la necesidad de considerar que la privación de la libertad sólo puede ser impuesta como medida alternativa de último recurso y durante el período más breve que proceda. (voto del Dr. Fayt)
El principio de benignidad en conexión con la culpabilidad disminuida de aquella persona que ha cometido un delito siendo menor de 18 años de edad, opera en cuanto a sostener que, por regla, corresponde aplicar la escala reducida de mención. Es ésta la opción político-criminal escogida por el legislador nacional, que se corresponde con la formulación de directrices que en el ámbito de esta justicia especializada otorgan un margen de discrecionalidad a los “tribunales de menores” -mayor que el que tienen conforme la escala penal que rige en la justicia de adultos- a modo de velar por que se cumplan “las diversas necesidades especiales” y “la diversidad de medidas disponibles” en materia de derecho penal juvenil -confr. regla 6.1 de las Reglas de Beijing, in fine-. (voto del Dr. Fayt)
Ni el art. 37, incs. “a” y “b” de la Convención sobre los Derechos del Niño, ni las demás reglas convencionales con rango constitucional -invocadas por la defensa- permiten atribuir a la voluntad del constituyente el sentido de prohibir lisa y llanamente la aplicación de la pena de prisión perpetua a menores de edad, siempre y cuando puedan contar con la posibilidad de obtener una libertad anticipada -“excarcelación”, en los términos del art. 37.a de la Convención sobre los Derechos del Niño-. (voto de la Dra. Argibay)
El régimen establecido en la ley 22.278 no es inconstitucional por el hecho de admitir la posibilidad de que una persona sea condenada a prisión perpetua por un homicidio calificado cometido cuando tenía dieciséis años y ello tampoco resulta, por sí solo, contrario a la Convención sobre los Derechos del Niño. (voto de la Dra. Argibay)
La Convención sobre los Derechos del Niño ordena utilizar procedimientos específicos para adoptar resoluciones que puedan afectar el interés de las personas que entraron en conflicto con la ley penal cuando eran menores de dieciocho años (artículo 40.3). Dicha regla tiene por fin evitar el daño que pueda ocasionarse a tales personas por la utilización automática de procedimientos que están diseñados para las adultas y que, por ende, no toman en cuenta las necesidades y características que el grupo protegido por la Convención no comparte con ellas. (voto de la Dra. Argibay)
Las medidas que se adopten, incluso las pensadas para el bienestar de los niños o niñas que han sido encontradas culpables de delitos, deben guardar proporción con la infracción (Convención sobre los Derechos del Niño, art. 40.4, in fine). En tales condiciones el derecho interno no sólo debe prever alternativas o escalas que hagan posible ese juicio de proporcionalidad, sino que cuanto más se acerque la sanción al máximo legalmente posible, de mayor peso han de ser las razones, vinculadas con la gravedad del delito, para justificarla. (voto de la Dra. Argibay)
Si bien no puede atribuirse a la Convención sobre los Derechos del Niño una prohibición absoluta de aplicar la prisión perpetua a personas que, al momento de perpetrar el delito, eran menores de dieciocho años, sí se deriva de dicho instrumento internacional con rango constitucional una regla de máxima prudencia y cuidado en la imposición de penas de prisión y, con mayor razón, de la prisión perpetua, que obliga para ello a descartar fundadamente la suficiencia de las alternativas más leves. (voto de la Dra. Argibay)
Cuando se trata de la pena de prisión perpetua, es la acusación, y, especialmente, el tribunal que la acoja, quien debe alegar y demostrar la insuficiencia de la escala de diez a quince años de prisión (arts. 4° de la ley 22.278 y 44, tercer párrafo del Código Penal) como respuesta adecuada a la culpabilidad del autor, para así justificar la necesidad de aplicar la pena perpetua. Es, por ende inconstitucional, el camino inverso de exigir a la defensa la demostración del derecho a una “reducción”, bajo apercibimiento de aplicar prisión perpetua. (voto de la Dra. Argibay)