En el Día Internacional de la Eliminación de las Violencias contra la Mujer se impulsa a los Estados -en el marco de los instrumentos internacionales que comprometen su responsabilidad internacional- a efectuar acciones enderezadas a la visibilización, prevención y la erradicación de todas las formas de violencia contra las mujeres y las niñas. Cabe recordar que en este día se honra la memoria de las hermanas Mirabal, tres activistas dominicanas que fueron brutalmente asesinadas en el año 1960, por el dictador Rafael Trujillo. La lucha de las “mariposas” es solo un ejemplo del largo derrotero que las mujeres venimos transitando desde hace siglos. Desde el inicio de la historia las mujeres debimos levantar nuestra voz para exigir que nuestros derechos fundamentales sean respetados y hemos alcanzado enormes conquistas en este camino. Hoy, los derechos humanos de las mujeres y las niñas son una parte inalienable, integral e indivisible de los derechos humanos por lo que deben ser promovidos y protegidos en todas sus dimensiones.
Es por ello que toda violencia ejercida contra las mujeres y las niñas -que, recordemos, constituye una violación de los derechos humanos- representa, asimismo, un obstáculo para el logro de la igualdad, el desarrollo y la paz, e importa una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre varones y mujeres que se expresa en la dominación del varón en todos los niveles de la vida. Es por ello que la violencia machista es uno de los mecanismos sociales fundamentales por los que se reduce a la mujer a una situación de subordinación respecto del varón.
Consecuencias de esta dominación es que las mujeres aun al día de hoy no disfrutamos de todos nuestros derechos humanos y libertades fundamentales[1], situación que se profundiza aun más en algunos grupos de mujeres que pertenecen a minorías, las mujeres indígenas, las refugiadas, las mujeres migrantes, las mujeres que viven en comunidades rurales o remotas, las mujeres indigentes, las mujeres recluidas en instituciones o detenidas, las niñas, las mujeres con discapacidad, las mujeres de edad y las mujeres en situaciones de conflicto armado, todas ellas son particularmente vulnerables a la violencia[2].
Según ONU Mujeres, una de cada tres mujeres en el mundo sufre violencia sexual o física, en su mayoría, por parte de su pareja aún antes de la pandemia del COVID-19[3]. Y en los últimos 12 meses una de cada cinco mujeres y niñas, incluido el 19% de las mujeres y las niñas de 15 a 49 años, han sufrido violencia física y/o sexual por parte de una pareja íntima[4].
En nuestro país los números no son mejores. A octubre de 2021 se registraron -según el observatorio MuMaLá- un total de 189 femicidios, lo que significa que en Argentina es asesinada una mujer por violencia de género cada 39 horas[5]. Según el informe elaborado por el Observatorio, el total de casos se elevaría a 230 si se suman las muertes violentas de mujeres vinculadas a economías delictivas o colaterales, lo que eleva el promedio a una mujer asesinada cada 31 horas. Respecto de estos 189 femicidios, el 22% de las mujeres víctimas había denunciado a su agresor previamente y, de ese porcentaje, el 59% tenía orden de restricción de contacto o perimetral y el 8% contaba con botón antipánico[6]. Lo expuesto evidencia que la problemática de la violencia por razones de género está muy lejos de ser superada.
El reclamo por un abordaje adecuado de esta problemática no es nuevo en nuestro país; el femicidio de Chiara Páez fue uno de los puntos de inflexión en esta lucha por su erradicación. La movilización del #NiUnaMenos, que se convocó para el 3 de junio de 2015 -y que abarcó 80 ciudades del país-, expresó la necesidad de que el Estado se comprometa a poner fin a la violencia patriarcal pues resultaba “inaceptable seguir contando mujeres asesinadas por el hecho de ser mujeres o cuerpos disidentes”[7]. Esta marcha no solo marcó la agenda feminista en Argentina, sino que se extendió hacia toda Latinoamérica e, inclusive, a Europa.
No obstante, si bien los requerimientos enunciados a partir del #3J y el “Ni Una Menos” han logrado obtener legitimidad en la sociedad, lo cierto es que las acciones adoptadas en consecuencia son específicas para las mujeres y no están orientadas a las relaciones de poder vigentes en el patriarcado.
El femicidio de Úrsula -quien tenía 18 denuncias realizadas contra su victimario- resultó otro punto de inflexión que no debemos dejar pasar. En este caso se evidenció el abandono y la complicidad del Estado en todas sus manifestaciones: la justicia desoyó y el sistema policial protegió al agresor. Una vez más, la muerte de una mujer puso en evidencia lo que falta: una justicia que escuche a las víctimas, que haga cumplir las medidas de protección que se ordenan de manera inmediata, que efectúe un seguimiento eficiente y adecuado de las medidas decretadas y, fundamentalmente, avanzar hacia una una verdadera reforma judicial feminista que incorpore la perspectiva de género en ese poder atravesado por lógicas, discursos y prácticas patriarcaes.
Tal como señalé precedentemente, la violencia contra las mujeres es una clara manifestación de la desigualdad existente, desigualdad que la pandemia del COVID-19 evidenció con toda su crudeza. Durante esta crisis sanitaria mundial y extraordinaria, se pudo ver cómo la desigualdad estructural afectó particularmente a las mujeres y a las niñas, sobre todo durante los confinamientos decretados por los Estados. Durante estos períodos de aislamiento en los hogares la violencia de género -manifestación por excelencia de esta desigualdad- recrudeció de manera exponencial dado que al tener que convivir 24×7 con sus parejas, las dejó expuestas a la violencia de sus victimarios. Ello significó riesgo para sus vidas y, en muchos casos, la muerte. De esta manera, el “quedarnos en casa” para muchas mujeres significó poner en riesgo su integridad física e, incluso, su vida.
Pero la Pandemia no solo repercutió en este sentido, muchas de las mujeres cabeza de familias monoparentales que estaban incorporadas al mercado informal vieron afectados drásticamente sus ingresos debido a la imposibilidad de salir a realizar sus labores de venta de comida o sus trabajos domésticos. En muchos casos y frente a la extrema necesidad de tener que garantizar el alimento o la vivienda para su familia, han tenido que salir a exponerse al virus y/o aceptar muchas veces condiciones ignominiosas de labor por riesgo a no poder obtener otro ingreso.
En los barrios populares de nuestra Ciudad las mujeres se han puesto sobre sus espaldas la lucha contra el virus en condiciones inhumanas, poniéndose al frente de los comedores comunitarios que brindan un plato de comida a muchas familias que quedaron sin su sustento debido al confinamiento y a la crisis económica que generó la pandemia, y a asistir a sus compañeras que estaban siendo violentadas por sus parejas, supliendo así la ausencia del Estado. Esta labor las llevó también a dejar su vida en ello, como en el caso de Ramona y muchas otras.
Por otra parte, debido al cierre de las escuelas las mujeres hemos asumido gran parte del trabajo no remunerado adicional. Esta sobrecarga impactó más fuertemente en las mujeres de hogares más pobres. Pero esta situación no es fruto de la aparición del virus COVID-19 y las medidas adoptadas al respecto, antes de la pandemia las mujeres dedicábamos más del triple de tiempo que los varones al trabajo no remunerado y de cuidados. Esta sobrecarga desproporcionada de trabajo que recae sobre las mujeres es una consecuencia más de las relaciones de poder desiguales de género.
La situación actual de la distribución de los cuidados y el trabajo no remunerado no es para nada menor: la organización social injusta de los cuidados impacta fuertemente en las brechas de desigualdad, pues en este contexto se configuran cadenas de cuidado en donde unas mujeres transfieren los trabajos de cuidados a otras, sobre la base de la jerarquización social según el género, la clase y el lugar de procedencia[8].
A casi dos años del comienzo de la Pandemia, tal como afirma ONU Mujeres, las consecuencias para las mujeres han sido desproporcionalmente negativas, pues ha hecho más evidentes las desigualdades de género: somos las más afectadas por el desempleo, la pobreza y la sobrecarga de cuidados no remunerados. Y también implicó un retroceso de diez años en la participación femenina en el mercado laboral. Asimismo, debido a estas brechas estructurales, los efectos negativos del COVID-19 sobre la economía tienden a reforzar las desigualdades preexistentes. Por eso resulta imprescindible avanzar en la materialización de la igualdad de género y la adopción de políticas públicas con perspectiva de género que coloquen a las mujeres en el centro de la recuperación para avanzar así en la recuperación del terreno perdido a causa de la pandemia.
La CEDAW y la Convención de Belém Do Pará constituyen el marco legal en el que se inscribe no sólo la normativa vigente en materia de igualdad de género en el país, sino también las políticas de estado orientadas a superar las brechas de desigualdad.
En un mismo sentido, la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible de Naciones Unidas, en su ODS 5 establece que para 2030 se debiera “lograr la igualdad entre los géneros” y empoderar a las mujeres y niñas. Empero, este objetivo probablemente se encuentre más distante aún, ya que las mujeres y las niñas nos hemos visto duramente afectadas por la pandemia de la COVID-19.
Nuestro país es referente a nivel mundial en la lucha por los derechos de las mujeres y, en función de esa lucha, se han logrado grandes conquistas. Sin embargo, aun queda mucho por hacer. En este sentido, resulta de vital importancia generar acciones que permitan identificar las causas de las desigualdades y las consecuencias que conllevan, para poder elaborar políticas públicas centradas en la mujer que se direccionen a erradicar todas las formas de violencia contra las mujeres y las niñas, y a conseguir la igualdad de género.
La potencia y la fuerza de los movimientos feministas ha logrado avances sustativos en los últimos años -en particular en los países de la Región-, sin embargo somos conscientes de que las violencias contra las mujeres persisten en todos nuestros países. Erradicar la violencia de género exige de políticas públicas integrales, sistemáticas y sostenidas que interpelen y transformen los nudos estructurales de la desigualdad sostenidos por la cultura patriarcal.
Ilustración: Romina Ferrer
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[1] https://undocs.org/es/A/RES/54/134
[2] Ibidem
[3] https://www.unwomen.org/es/news/in-focus/in-focus-gender-equality-in-covid-19-response/violence-against-women-during-covid-19
[4] https://www.un.org/sustainabledevelopment/es/gender-equality/
[5] Registro nacional de FEMICIDIOS en Argentina – Que Diario!
[6] Ibidem
[7] http://niunamenos.org.ar/manifiestos/8-ejes-para-el-acto-8-m-por-que-paramos/
[8] Desigualdades de género y brechas estructurales en América Latina | Nueva Sociedad (nuso.org)