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Doctora (Ph.D.) en Sociología, con especialidades en Sociología del Género y Sociología Política, The American University, Washington DC, 1992. Magister Scientiae (M.Sc.) en Sociología, Maestría Centroamericana en Sociología, Universidad de Costa Rica, 1986. Catedrática de la Escuela de Sociología, Universidad de Costa Rica, desde el año 2002. Directora del Centro de Investigación en Estudios de la Mujer (CIEM), 2016-2020 y 2020-2024.
Una versión anterior de este artículo apareció en el libro “Feminismos, Pensamiento Crítico y Propuestas Alternativas en América Latina (CLACSO, 2017)
¿Es posible imaginar mundos y condiciones que les permitirían a las mujeres vivir libres de toda forma de violencia? ¿Es posible imaginar una sociedad sin femicidios? En las siguientes páginas se ofrecen algunos elementos que intentan responder a esas preguntas desde una perspectiva feminista. La discusión se centrará, principalmente, en el femicidio como la expresión más extrema de un continuum de violencia contra las mujeres que va desde las formas sutiles, hasta las más cruentas.
Con el fin de abordar la problemática, primero se presenta una definición conceptual del término femicidio, así como una discusión sobre los factores micro y macro sociales asociados con la incidencia de este. También, se presentan algunos elementos sobre las condiciones que ponen a algunas mujeres en mayor riesgo de ser asesinadas por razones asociadas a su género y a otras como el contexto, la clase social, la racialización, la edad, el lugar de residencia, etc. La definición conceptual del término y la discusión sobre las causas que alimentan y reproducen la violencia contra las mujeres, en particular sus manifestaciones más extremas, sirven justamente como base para tratar de imaginar mundos y condiciones alternativas que llevarían a la erradicación del femicidio.
El concepto de femicidio hace referencia al asesinato misógino de mujeres por parte de hombres de sus familias, por parejas o exparejas, por atacantes sexuales ‒conocidos o desconocidos-, cuando los cuerpos de las mujeres son cosificados, usados como trofeos, como instrumento de placer, de reivindicación del “honor” o de venganza entre hombres. El femicidio expresa de forma dramática la desigualdad de relaciones entre lo femenino y lo masculino y muestra una manifestación extrema de dominio, terror, vulnerabilidad social, de exterminio e incluso de impunidad (Sagot, 2007). En ese sentido, el femicidio, como la manifestación extrema de la violencia contra las mujeres, está causado por una estructura de poder desigual que coloca a las mujeres en posición de subordinación con respecto a los hombres, que se expresa en todos los órdenes: el material, el institucional y el simbólico.
Este concepto es muy útil pues ayuda a comprender el carácter social y generalizado de la violencia contra las mujeres y a desarticular los argumentos de que esta forma de violencia es un asunto personal, familiar o privado, y muestra su carácter profundamente político, resultado de las relaciones estructurales de poder, dominación y privilegio entre mujeres y hombres en la sociedad. Es decir, con el concepto de femicidio se deconstruye la estructura androcéntrica que oculta las relaciones desiguales de poder y los motivos que tienen los asesinos para poner fin a la vida de las mujeres (Monárrez Fragoso, 2015).
Los cuerpos de las mujeres asesinadas se convierten así en una expresión concreta de un sistema social y de género profundamente desiguales. De acuerdo con Julia Monárrez Fragoso (2015), las mujeres son objeto de la violencia que se ejerce
en un cuerpo biológico, es decir, individual y en un cuerpo cultural conformado por las relaciones de género, por las económicas, por las raciales, por la inseguridad ciudadana y por el Estado que no toma ninguna acción ‒o toma pocas e ineficaces‒ para detener esas muertes.
Asimismo, el femicidio representa la expresión última de la masculinidad utilizada como poder, dominio y control sobre la vida de las mujeres. Desde esa perspectiva, es perpetrado por hombres sobre la base de un sentido de superioridad sobre las mujeres, por placer sexual o bajo la premisa de ser los dueños de esas mujeres. Tal y como lo plantea Melissa Wright (2011), la política de la muerte y la política de género van de la mano y ambas entran en funcionamiento para producir este tipo de crímenes.
La relación entre las víctimas y los perpetradores del femicidio refleja entonces relaciones desiguales de poder tanto en el nivel micro como en el macro; es decir, en un femicidio entran en operación las relaciones desiguales que existen entre la víctima individual y el perpetrador, así como las que existen socialmente entre los géneros, atravesadas por otras determinantes sociales. En ese sentido, esta forma extrema de violencia también pone de manifiesto otras injusticias sociales y económicas que han afectado a las víctimas, a sus familias e, inclusive, a las comunidades donde tienen lugar esas muertes.
A partir de la anterior definición, no todos los asesinatos de mujeres calificarían como femicidios. Se puede identificar un femicidio cuando es posible reconocer una lógica ligada a las relaciones desiguales de poder entre los géneros. Por esa razón, el perpetrador o perpetradores y su relación con la mujer, el contexto, las circunstancias y los motivos, son importantes para identificar un femicidio. El femicidio es, pues, violencia basada en las relaciones desiguales de poder entre los géneros que puede expresarse tanto en el ámbito público como en el privado; es decir, en los femicidios pueden estar involucrados perpetradores individuales o colectivos, los Estados (directa o indirectamente), así como las estructuras de poder paralelas ‒los poderes de facto‒, los cuales, al cometer o propiciar el asesinato, muestran que tienen el poder para decidir quién cuenta y quién no en una sociedad (Fregoso y Bejarano, 2010; Monárrez Fragoso, 2015).
Un elemento fundamental por destacar es que, según las cifras internacionales aportadas por las diferentes Encuestas de Victimización, tanto hombres como mujeres tienen parecidas posibilidades de ser víctimas; sin embargo, las formas de violencia que sufren, la relación entre la víctima y el perpetrador y los escenarios en los que mueren son diferentes en cada caso (Statistics Canada, 2008; UNODC, 2011; UNODC, 2013; UNODC, 2019; Geneva Declaration Secretariat, 2015).
En un altísimo porcentaje los hombres son atacados por extraños o por hombres de fuera de su círculo familiar, por razones asociadas a disputas en los negocios, por riñas callejeras, como resultado del crimen organizado o de los conflictos políticos. La situación es completamente diferente en el caso de las mujeres. Se estima que cerca del 60% de los homicidios de mujeres en el mundo es cometido en el contexto de las relaciones de pareja, familiares o por violencia sexual. Asimismo, las mujeres son las principales víctimas de los eventos de “homicidio-suicidio” (Geneva Declaration Secretariat, 2015).
Es decir, las mujeres son asesinadas por razones asociadas a su condición de género o por hombres cercanos movidos por un sentido de control y dominio sobre ellas. Si bien la gran mayoría de las víctimas de homicidio en el mundo está constituida por hombres, menos de un 6% de estos son asesinados por razones asociadas a la violencia doméstica, familiar o sexual y menos aún son víctimas de homicidios cometidos por mujeres cercanas (UNODC, 2013; Geneva Declaration Secretariat, 2015).
Otra gran diferencia entre mujeres y hombres está dada por el sexo de los principales perpetradores: el 95% de quienes cometen homicidios está conformado por hombres y esta es una tendencia consistente en el tiempo y en las distintas regiones del mundo (UNODC, 2013). Además, según lo han demostrado varios estudios, los homicidios de mujeres cometidos por esposos, novios, familiares o por violencia sexual han aumentado, mientras que los homicidios de hombres cometidos por sus parejas femeninas tienden a disminuir drásticamente (De Casas, 2003; Zahn, 2013; Stöckl, et al., 2013). En general, en muchos países los homicidios de hombres han disminuido, pero no así los homicidios de mujeres. De hecho, el número de países que presenta altas tasas de homicidios de mujeres (por cada 100,000 habitantes) se ha incrementado en los últimos años (Geneva Declaration Secretariat, 2015, UNODC, 2019). Según el estudio global de homicidios de la Oficina Sobre Drogas y Crimen de las Naciones Unidas, de continuar esa tendencia, en los años venideros podría haber más homicidios de mujeres que de hombres (UNODC, 2013).
El riesgo no es igual para todas
Es importante destacar que, si bien el problema de la violencia contra las mujeres es universal e histórico, no todas ellas están expuestas al mismo nivel de riesgo y peligrosidad. Es decir, ni la violencia contra las mujeres ni el femicidio son fenómenos monolíticos. Hay personas y grupos que están expuestas de forma desproporcional a la violencia y a la muerte, al estar en relaciones íntimas más riesgosas, así como en posiciones sociales más peligrosas, o ambas. Lo anterior es fundamental a la hora de plantear acciones para prevenir y enfrentar las consecuencias del femicidio.
Elaborando en lo que se conoce como el análisis de la interseccionalidad, algunas autoras como Kimberlé Crenshaw (1994) y Natalie Sokoloff (2005) abordan la violencia contra las mujeres como un núcleo donde la clase social, la etnia, la raza, la edad, la sexualidad, etc., se intersectan con la opresión de género para producir formas diferenciadas de desigualdad y, consecuentemente, de vulnerabilidad. Argumentan estas autoras que, si bien el género es uno de los principios fundamentales para la organización de las relaciones sociales, este no explicaría por sí solo las diversas manifestaciones de la violencia contra las mujeres.
El análisis interseccional ayuda justamente a entender cómo esas formas diferenciadas de desigualdad crean diferentes condiciones de riesgo y peligrosidad para las mujeres, cómo la violencia es experimentada por mujeres particulares, cómo responden otros a esa violencia y qué posibilidades tienen las mujeres de vivir con alguna seguridad dependiendo de su posición en esa intersección de múltiples sistemas de opresión. Es decir, el tipo de violencia que se vive, su severidad, las posibilidades de conseguir ayuda y de sobrevivir, y de que el crimen no quede impune, varían de forma considerable de acuerdo con las características de la mujer afectada, del perpetrador y del propio contexto.
De hecho, análisis realizados en diversos países demuestran que factores como el desempleo, la pobreza, la edad, el grupo étnico, el aislamiento, el estatus migratorio, los niveles de criminalidad de la región donde se vive y la falta de recursos de apoyo, tienen un impacto sobre quiénes serán más afectadas por la violencia y están en mayor riesgo de morir. Lo anterior no significa volver a los viejos discursos de ubicar las causas de la violencia contra las mujeres en la pobreza o en los patrones de comportamiento de ciertos grupos culturales. Más bien, significa reconocer las posiciones especialmente vulnerables y peligrosas en las que se encuentran algunas mujeres, con el fin de no trivializar sus experiencias particulares y las dimensiones de la violencia que viven. Todo esto es esencial para tener referentes claros que permitan plantear propuestas efectivas de transformación social.
Desde la anterior perspectiva, es fundamental comprender que la historia, la economía, la política, el sexismo, el racismo, la xenofobia, la desigualdad y la pobreza pueden actuar sinérgicamente para vulnerabilizar a ciertos grupos de mujeres y hacerlas víctimas, de forma más fácil, del femicidio. Como manifestación extrema de la violencia contra las mujeres, el femicidio no solo funciona entonces como una herramienta del patriarcado, sino también como una herramienta del racismo, de la opresión económica, del adultocentrismo, de la xenofobia, de la heteronormatividad y hasta como un vestigio del colonialismo y sus prácticas de exterminio. El femicidio es, entonces, una marca distintiva ‒la final‒ de los cuerpos que han vivido múltiples formas de despojo e injusticias.
La perspectiva interseccional nos sugiere, entonces, que los análisis y propuestas relativas a la violencia contra las mujeres tienen que contemplar el lugar diferenciado que ocupan las mujeres en ese entramado de diversas opresiones, con el propósito de que puedan conservar su carácter emancipatorio y convertirse en medidas eficaces para prevenir el femicidio. Asimismo, el análisis debe contemplar la interrelación de las condiciones individuales con las estructuras de desigualdad por género, clase, raza, sexualidad, localización geográfica, etc. Finalmente, un análisis interseccional también debe contemplar la forma en que esa interrelación opera en diferentes contextos, creando condiciones particulares de riesgo y vulnerabilidad para algunas mujeres.
La necropolítica de género
Para que un femicidio ocurra tiene que entrar en juego una serie de factores de orden individual, cultural y estructural. Es decir, un femicidio es el resultado de los sistemas de estratificación en funcionamiento, de sus discursos y de prácticas individuales y colectivas que terminan construyendo un contexto de “descartabilidad biopolítica” de mujeres.
En ese sentido, los femicidios no son anomalías o patologías, sino que juegan un papel fundamental y sistémico al establecerse como una necropolítica (Mbembe, 2003). De esta forma se genera una política letal en la que algunos cuerpos son vulnerables a la marginación, a la instrumentalización e, inclusive, a la muerte. Un elemento central de la necropolítica es que los sistemas de estratificación también generan un biopoder basado en la noción de soberanía, es decir, en la capacidad de definir quién importa y quién no, quién es desechable y quién no (Mbembe, 2003; Casper y Moore, 2009).
Si bien el femicidio es un fenómeno universal, hay ciertas épocas, países y contextos en los que se propician las condiciones para que se afiance la necropolítica de género. Según lo demuestran diversos estudios, en las regiones donde se han implementado políticas neoliberales de forma descarnada ‒que han generado explotación, grandes privaciones materiales, desigualdad extrema y el deterioro de los servicios sociales‒ hay una gran propensión a la construcción de ambientes sumamente violentos (Currie, 1997; Ayres, 1998; Desmond y Goldstein, 2010; Sagot, 2012). La acumulación por desposesión, según el término de David Harvey (2007), es un semillero para la violencia.
Ahora también sabemos que las pandemias generan las condiciones para el incremento de todas las formas de violencia contra las mujeres, incluyendo los femicidios. El confinamiento, el desempleo, los problemas económicos, la cancelación de las clases presenciales en el sistema escolar, el cierre de espacios de cuido para niños, niñas y personas viejas y la revitalización de los discursos familistas han producido una redomesticación de las mujeres lo que ha aumentado los riesgos de ser víctimas de la violencia al interior de los hogares. Asimismo, el mandato del confinamiento también puso de manifiesto una política homogenizante que no tomó en cuenta las desigualdades ni las diferentes formas de vulnerabilidad.
Con las políticas de confinamiento también se reforzaron las características más autoritarias y controladoras de los estados. La crisis producida por la pandemia ofrece nuevas justificaciones para la implementación de medidas represivas y nuevas formas de coerción política y social. Y cuando la sociedad se vuelve más autoritaria y coercitiva, también se incrementan todas las formas de violencia, incluyendo la violencia contra las mujeres. Por eso, en el último año, en todos los países de la región se reportó un drástico aumento de la violencia intrafamiliar. También, en algunos países, como México y Colombia y Perú, se reportó un incremento de los femicidios y en El Salvador murieron más mujeres víctimas de femicidio que de Covid-19.
El aumento de los femicidios también es el resultado de que muchos de los recursos de los estados, que ya experimentaban serios recortes como resultado de las políticas neoliberales, fueron dirigidos a atender las diferentes manifestaciones de la pandemia y se desatendieron aún más otros espacios y programas, como los dirigidos a la prevención y atención de la violencia contra las mujeres.
El neoliberalismo ya trae aparejados un incremento del autoritarismo en todas sus formas, del militarismo, de la exclusión, rupturas profundas en el tejido social, la pérdida del sentido de solidaridad y de comunidad, y estas características solo se vieron fortalecidas por la pandemia. Otra de los elementos generados por el neoliberalismo es la constitución de una serie de poderes de facto operando libremente en todos los niveles de la existencia. Estos poderes de facto son el resultado de las ideologías del mercado en su versión más salvaje, que han producido una desregulación para la extracción de la riqueza. Dicha desregulación es esencial para generar corrupción, negocios ilícitos (tráfico de drogas, de personas, de armas) y una flagrante impunidad.
El uso de diferentes formas de violencia es uno de los mecanismos por excelencia que utilizan los grupos que ostentan los poderes de facto para ganar control sobre la población, particularmente, sobre quienes son más vulnerables. Asimismo, los Estados también contribuyen con el incremento de la violencia con sus “guerras contra las drogas”, aumento de la militarización y políticas de “mano dura”, que terminan siendo guerras contra las mujeres y contra otros grupos excluidos.
En estos contextos ‒como ocurre en Centroamérica, México, Colombia, así como en ciertas regiones de Brasil y en otros países‒ el establecimiento de la necropolítica de género produce una instrumentalización generalizada de los cuerpos de las mujeres, construye un régimen de terror y decreta la pena de muerte para algunas, particularmente de las más vulnerables por razones de clase, racialización y edad. Esto es así porque las técnicas de la globalización neoliberal están, además, impregnadas de cálculos morales acerca del valor diferenciado de las personas (Ong, 2006), en los que algunas importan y otras pueden ser descartadas sin mayores consecuencias.
Por esa razón, la precariedad de la vida en estos contextos crea condiciones de mucho riesgo e inseguridad, incrementando el número de femicidios, sobre todo de las mujeres de los grupos más excluidos. A partir de lo anterior, es posible afirmar que el neoliberalismo crea condiciones estructurales para descartar mujeres, las cuales ya ni siquiera son necesarias como ejército de reserva o con fines reproductivos.
A su vez, el neoliberalismo y sus condiciones estructurales también tienen un efecto socio-cultural que es el reforzamiento de las normas sociales que justifican en los hombres un sentido de posesión sobre las mujeres. En respuesta a la precariedad, al racismo y a la exclusión en muchas comunidades se refuerzan los tradicionalismos de género, los fundamentalismos religiosos y la valoración positiva de la masculinidad agresiva y autoritaria. Es decir, el neoliberalismo ha dado pie al resurgimiento de tradicionalismos que invocan nuevas formas de sumisión para las mujeres y el mantenimiento de roles tradicionales de género que incluyen el control ‒por parte de los hombres‒ de los cuerpos, de los recursos y de las decisiones familiares. Lo anterior también fue reforzado por la pandemia.
La interconexión de las ideologías del mercado con estas normas y roles tradicionales de género construye una fuerte tendencia para que las mujeres sean definidas como posesiones, como trofeos, como objetos de placer o como mercancías, lo cual abre muchas oportunidades para la explotación y la violencia. En otras palabras, el neoliberalismo y las ideologías de mercado ‒en su versión salvaje‒ refuerzan la construcción de la “masculinidad tóxica” o aquella que se expresa como poder, dominio y control sobre las mujeres y la consecuente deshumanización y falta de empatía hacia estas.
La violencia contra las mujeres se convierte así en el discurso jerárquico de la masculinidad tóxica y les concede a los hombres que la ejercen una posición destacada en una sociedad que establece una relación entre hombría, honor y dominio. Justamente cuando la exclusión social despoja a muchos hombres de las oportunidades económicas, de la posibilidad de tener un trabajo bien pagado, del prestigio y del rol de proveedor, la violencia se convierte en un medio para afirmar la masculinidad, en ausencia de otras alternativas. Bajo estas circunstancias, la aceptación social de la violencia contra las mujeres se “normaliza” y la masculinidad tóxica se convierte en la forma rutinaria de ser hombre.
Lo anterior es sumamente problemático, porque como se ha establecido en muchos estudios, la existencia de altos niveles de tolerancia frente a las diferentes formas de violencia pone a las mujeres en mayor riesgo (Heise, 1998). Esto es particularmente cierto cuando la tolerancia se incrementa frente a la violencia contra las mujeres más excluidas por razones de clase, de raza, de edad, de estatus migratorio, de sexualidad, etc., lo que las convierte en las víctimas por excelencia de la necropolítica de género. La tolerancia tiene un fuerte efecto en la naturalización, normalización e invisibilización de la violencia contra las mujeres, creando condiciones personales, sociales y culturales de gran peligrosidad para muchas. Las mujeres de los sectores más excluidos y discriminados son las que enfrentan el mayor peligro, debido a que son las más fácilmente deshumanizadas y, por tanto, definidas como desechables.
Lo anterior no solo tiene efectos para las mujeres, sino para la sociedad en su conjunto. Esto porque, en el mediano y en el largo plazo, la aceptación de la denigración sexual y de la violencia contra las mujeres juega un papel fundamental en la aceptación y normalización de la violencia general.
La tolerancia social frente a la violencia también se ve reflejada en la impunidad que, a su vez, se convierte en combustible para incrementar la incidencia y la prevalencia del maltrato a las mujeres y del femicidio. Según las investigaciones desarrolladas en Centroamérica, así como en otras regiones del mundo, la gran mayoría de los femicidios nunca ha sido ni será judicializada (Carcedo, 2010). En el caso de muchos de los países de la región, más del 90% de los asesinatos de mujeres nunca es resuelto (RESDAL, 2013). Los altísimos niveles de impunidad frente a estos crímenes parecen sugerir que esta ausencia de justicia para las mujeres y de castigo para los perpetradores no es casual, coyuntural o resultado de una institucionalidad fallida, sino que es un componente estructural del sistema.
Desde esa perspectiva, la falta de voluntad política y social para enfrentar y castigar la violencia contra las mujeres, en particular su forma más extrema, plantea que existe complicidad de los Estados, lo que se convierte en un componente esencial para el funcionamiento del contexto biopolítico para desechar mujeres. La inacción, la indiferencia, las políticas y procedimientos contradictorios de las instituciones sociales, continúan reflejando el ideal de la posición subordinada de las mujeres y el derecho de los hombres a dominar y controlar, hasta haciendo uso de la violencia.
La impunidad no es solo un elemento que ayuda a reproducir la violencia sino que, como componente importante de esos contextos que descartan mujeres, también genera grandes niveles de dolor, de miedo y de inseguridad. Como lo expresa Julia Monárrez, las familias y comunidades donde se producen estos crímenes quedan dañadas y se establecen como “territorios sitiados de dolor” (Monárrez, 2015: 15).
Así, en las muertes de mujeres como resultado del asesinato misógino convergen varios poderes coercitivos, tales como una economía política que crea profundas desigualdades y exclusiones, un Estado que también genera violencia, así como tolerancia e impunidad y cuyos funcionarios, con su negligencia, actúan como cómplices de estos crímenes. También convergen la industria del crimen organizado, un modelo de masculinidad asociado al control, al dominio y al honor, así como un sistema racista, heteronormativo y con relaciones renovadas con los centros de poder colonial. El último dispositivo que ha servido para exacerbar esos poderes coercitivos ha sido la pandemia y la forma en que los estados han respondido a ella. En los cuerpos de las mujeres asesinadas, ya sea por actores individuales o colectivos, privados o públicos, podemos detectar claramente ese acto voluntarista de exterminio que forma parte de los dispositivos de la necropolítica de género y de su poder de soberanía para descartar algunos cuerpos femeninos.
¿Un mundo sin femicidios?
La evidencia internacional e histórica abre algunos espacios para el optimismo en este terreno. Según lo reportan diversos estudios a escala mundial, es posible romper el círculo de la violencia y disminuirla significativamente (Pinker, 2011). De hecho, hay países y regiones del mundo que han bajado su tasa de homicidios, tanto de hombres como de mujeres, y continúan haciéndolo.
Por ejemplo, algunos países de Europa y de Asia ya tenían tasas bajas en 1995 y las han seguido bajando con el correr de los años (UNODC, 2013). En el caso de América Latina, la ciudad colombiana de Medellín llegó a ser una de las más violentas del mundo. Sin embargo, en 2014, reportó la tasa más baja de homicidios de los últimos 25 años (Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Colombia, 2014). En Sudáfrica, un estudio del año 2013 comprobó que la tasa de homicidios de mujeres se redujo a la mitad de 1999 al 2009 (Geneva Declaration Secretariat, 2015). Lo anterior demuestra que, a pesar de su persistencia, la violencia no es inevitable.
Sin embargo, aunque posibles, las soluciones para lidiar con esta forma extrema de violencia contra las mujeres son complejas y contingentes de muchos factores, por lo que se requieren cambios y acciones en múltiples niveles de la sociedad. Es decir, es necesario promover cambios que cuestionen y transformen todas las jerarquías que producen las diferentes formas de desigualdad.
En primer lugar, está demostrado que las sociedades más igualitarias, tanto en términos socioeconómicos, raciales, así como de género, tienen menores niveles de violencia en general y de violencia contra las mujeres en particular (Eisner, 2012). Por eso, la aspiración debe ser la construcción de sociedades más justas e igualitarias, pues las estructuras de las múltiples desigualdades (género, raza, clase, edad, etc.) facilitan y promueven el ejercicio de las relaciones de poder y dominio sobre las mujeres.
Según lo planteado arriba, es un imperativo implementar un sistema de justicia transformadora tendiente a eliminar la precariedad de la vida, y a incrementar el bienestar y el acceso a recursos para toda la población, en particular para las mujeres, y a reconstruir el tejido social. Según Rosa Linda Fregoso:
La reivindicación feminista debe poner énfasis en la transformación de los factores estructurales que fomentan la violencia feminicida: las desigualdades económicas y sociales (desempleo, bajo nivel de educación, falta de infraestructura social y servicios públicos); la militarización de los conflictos sociales, y el complejo de relaciones jerárquicas de poder que naturalizan las normas de género… (Fregoso, 2015: 256).
En segundo término, es necesario iniciar procesos para transformar las normas tradicionales de género y fomentar un rechazo constante a la construcción de la masculinidad tóxica, es decir, a la asociada al control, al honor y a la violencia. Para esto es muy importante también combatir los tradicionalismos y los fundamentalismos religiosos que demandan un estricto apego a las jerarquías entre los géneros y el control por parte de los hombres sobre los cuerpos de las mujeres, de los recursos materiales y simbólicos y de la toma de decisiones en la familia y la sociedad.
La masculinidad tóxica requiere de víctimas subyugadas. Desde esa perspectiva, la única vía para no reproducir estas formas tan nefastas de ser hombre es desmantelar las jerarquías de género y las normas que definen lo masculino como superior y lo femenino como inferior.
Por su parte, estudios realizados en diversas partes del mundo han demostrado que si se logra disminuir la “pedagogía de la violencia” también se disminuye el ejercicio de esta y su normalización (Heise, 2012). De hecho, está demostrado que la exposición a la violencia en la niñez, tanto de hombres como de mujeres, incrementa los riesgos de convertirse en victimarios y víctimas en la vida adulta. Por ende, aparejado a los cambios estructurales, también se hace necesario fomentar cambios en el proceso de socialización de género y en los procesos de educación y crianza. Asimismo, es imperativo promover la construcción de ambientes no violentos y colaborativos en todos los espacios familiares y comunales.
Aunque se habla mucho de prevención de la violencia contra las mujeres, la verdad es que este es un terreno que está apenas en construcción. No hay estudios longitudinales que midan el impacto que tienen las diferentes medidas que se han adoptado para tratar de prevenir y disminuir la problemática. Lo que sí está comprobado es que se necesita una fuerte inversión en recursos de todo tipo si se quiere tener algún efecto positivo en la disminución de esta violencia. De nuevo, esos recursos solo podrían estar disponibles si los Estados dejaran de generar violencia y exclusión y partieran del principio de la justicia transformadora y restaurativa. Solo así se podría tener alguna incidencia en las representaciones sociales y prácticas que justifican y normalizan la violencia.
Está demostrado que la tolerancia social frente a la violencia cotidiana que sufren las mujeres es uno de los factores que más peso tiene en la incidencia del femicidio y en la consideración de los cuerpos de ciertas mujeres como descartables. La aceptación social de la violencia masculina debe ser enfrentada, desarticulada y sustituida por respuestas sociales sensibles y enfáticas frente a las víctimas: instituciones que responden rápidamente, campañas nacionales y locales de repudio a la violencia, difusión de los derechos de las mujeres, vecinos, vecinas y familiares que actúan de manera decidida para proteger y apoyar a las víctimas, así como señalamiento negativo a los agresores y a la supuesta racionalidad de sus actos. Con este tipo de medidas se avanza para que los seres humanos recuperen el sentido de la empatía y reconozcan su propia vulnerabilidad, lo cual es necesario para que reconozcan la vulnerabilidad de las otras y los otros (Franco, 2013).
En el nivel institucional y legal, las normas deben ser efectivas para enfrentar, en la práctica, la naturaleza y magnitud del problema, así como sus diversas manifestaciones (violencia física, sexual, psicológica, patrimonial, trata, femicidio, etc.), y para cortar el ciclo de la impunidad. El femicidio, en particular, debería ser tipificado como un delito específico, puesto que eso contribuye a hacerlo visible como un crimen con dinámicas y lógicas propias. Es fundamental, además, revisar las legislaciones, con el fin de eliminar cualquier planteamiento o norma que puedan revertirse en contra de las mujeres que sufren violencia y ser usado por los agresores.
Es evidente que el feminismo tiene que evitar caer en la tentación del carcelarismo, pues eso solo contribuye a reforzar los poderes represivos de los Estados. El feminismo, de hecho, se enfrenta a un dilema cuando apuesta por la penalización de la violencia contra las mujeres, dado que con eso se suma a la lógica carcelaria del Estado neoliberal (Fregoso, 2015). Sin embargo, también hay que entender que la no criminalización de estas formas de violencia contribuye con la naturalización de los actos y con el desconocimiento de las mujeres como sujetos dignos de justicia. Tomando en consideración el altísimo grado de impunidad que existe frente al femicidio en muchos de los países de la región, siguiendo a Giorgio Agamben, más bien habría que preguntarse cómo desarticular:
Los procedimientos jurídicos y el despliegue de poderes por medio de los cuáles seres humanos pueden ser tan completamente despojados de sus derechos y prerrogativas que ya ningún acto cometido en contra de ellos se considera como un crimen (2006: 171).
Asimismo, si nos sumamos entonces a los esfuerzos para que los Estados y el Derecho se transformen en agentes positivos de cambio social y justicia, es necesario luchar para que las normas legales y las políticas reconozcan la diversidad de mujeres y sus distintos niveles de riesgo frente a la violencia. En conjunto, las leyes y políticas deben contemplar todas las dimensiones señaladas por la Convención de Belém do Pará (prevención, protección, sanción y reparación integral del daño). Además, las políticas públicas sobre violencia contra las mujeres deberían ocupar un lugar integral en los planes nacionales de desarrollo de los países y deben ser políticas de Estado y representar compromisos de largo plazo.
En el terreno de los planes y servicios, es necesario poner especial énfasis en las mujeres que están en mayor riesgo y que enfrentan las mayores barreras. Esto implica dar voz y protagonismo a las afectadas y ofrecer alternativas seguras, respetuosas y sensibles a las diferencias culturales, de clase, de edad, etc. Los espacios que revictimizan a las mujeres, en lugar de ayudar en la solución del problema, más bien incrementan los riesgos y se convierten en parte del engranaje social que fomenta la violencia.
Además, las instituciones encargadas de los planes y servicios contra la violencia hacia las mujeres deben mantenerse vigilantes para que sus discursos y acciones contra esta problemática no pierdan su carácter transformador. Estos discursos y prácticas pueden ser fácilmente convertidos al lenguaje de la burocracia y vaciados de su importancia estratégica para la prevención de la violencia y la atención de las mujeres, con lo que se arriesgan a ser transformados en obstáculos más que en apoyos verdaderos.
Finalmente, si estos cambios se plantean en términos de utopía, la aspiración debe ser a promover un nuevo concepto de justicia que, en la práctica, no solo sea punitivo, sino que desmantele las jerarquías instauradas por los diferentes tipos de desigualdad. Una concepción transformadora de justicia hace referencia a una sociedad que posee y sustenta las condiciones sociales, políticas, culturales, económicas y simbólicas necesarias para que todos sus miembros, según su condición particular, desarrollen y ejerciten sus capacidades, expresen sus experiencias y participen en la determinación de sus condiciones de vida (Young, 2000).
Asimismo, la utopía demanda que la democracia y el Estado dejen de ser simples instrumentos del neoliberalismo y se conviertan en entes capaces de promover la igualdad, la dignidad y el derecho a una vida vivible para todas las personas. En esa dirección, la utopía demanda también la despatriarcalización, la descolonización y la desmercantilización de la vida. En resumen, la aspiración debe ser a la construcción de una nueva sociedad y de una nueva biopolítica que genere una empatía profunda entre las personas, independientemente de sus diferencias, así como de estas hacia los animales no humanos y hacia la naturaleza. Es decir, una biopolítica que respete y abrace la vida en todas sus formas, en lugar de la necropolítica promovida por prácticas históricas de explotación, exclusión y marginalización, así como por la globalización neoliberal en su proceso de afianzamiento.
Ilustraciones: ONU Mujeres
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